Es diciembre y el reloj marca las 8 en la ruta 11 de Santa Cruz. El sol, que salió hace tres horas, obliga a usar lentes a pesar de que se mantiene oculto detrás de varias nubes gruesas. Se lo ve asomar, de a ratos, como una bola gigante de fuego que se refleja en los arbustos espinosos, en los pastos amarillos y en un horizonte que parece no terminar en ningún lado.
La ruta 40 tiene curvas cerradas, subidas y bajadas empinadas que hacen sentir adrenalina hasta al más experimentado conductor. Así y todo, vemos pasar valientes deportistas en bicicleta -contamos 20 en un tramo de 50 kilómetros- que pasan cargando bolsos e ignorando el calor y la gravedad. También, una mujer alemana que recorre sola la Patagonia, en moto. Lleva 3 bolsos. Se la ve tranquila y habla sin fatiga, con una sonrisa clavada en la cara. Le ofrecemos agua y comida, pero afirma tener todo en su bolso.
Según el mapa son 220 kilómetros desde El Calafate hasta El Chaltén: un tramo por la RP 11, otro por la RN 40 y luego por la RP 23, que desemboca en ese pueblo que es el más joven de la Argentina: fundado el 12 de octubre de 1985 y declarado en 2014 una de las mejores ciudades del mundo para conocer y caminar. De ahí la razón por la cual es, además, la capital nacional del trekking.
El auto que alquilamos en El Calafate y pagamos $1700, tiene roto el velocímetro y el motor se frena cada diez minutos. Es como estar montando un caballo viejo. Aun así, seguimos.
Faltan 100 kilómetros para llegar y el horizonte toma forma: la Cordillera de los Andes acompaña la ruta 23 y, de frente, se levanta el Monte Fitz Roy –o Chaltén- con sus 3405 metros de altura y una corona de nieve: parece una figura de cartón pintada de violeta claro y blanco, pegada sobre la ruta. Es un contraste de colores que uno supone irreal, igual a las fotos del libro de geografía que solía ver en la escuela.
No hay carteles que indiquen la proximidad a El Chalten, sólo se ven cambios en el color de la vegetación: de amarillo a verde cada vez más intenso. Hasta que, a un kilómetro de llegar, el paisaje pasa de ser una monotonía horizontal, a tener bosques, montañas, ñires, Lengas, Calafates y helechos. Dos cóndores Andinos sobrevuelan en lo alto con sus tres metros de alas. Todo es verde. Y el pueblo, adentro de este verde, parece un cuento fantástico.
El Chaltén con sus 38 manzanas y 1600 habitantes, que viven dentro del Parque Nacional los Glaciares, le debe su nombre al cercano cerro Chaltén, que proviene de la lengua tehuelche y significa «montaña humeante», debido a las nubes que coronan su cima. Francisco Pascasio Moreno lo bautizó como Fitz Roy en 1877, en honor al capitán del HMS Beagle, Robert Fitz Roy, quien recorrió el río Santa Cruz en 1834, aunque en los últimos años se ha preferido recuperar la denominación ancestral y llamarlo Chaltén.
El guardaparque tiene ropa de boy scout y ademanes exagerados. Sus ojos se mantienen bien abiertos y su voz se escucha desde afuera del centro de informes. Mientras explica a dos turistas los senderos que pueden hacer a pie, mueve una varilla de madera y los señala en el mapa que ocupa toda la pared. Explica que hay 13 senderos, algunos de 4 horas y otros más cortos y de baja dificultad. Aconseja ir a la Laguna Capri, tras una caminata de 1 hora y media, y el Chorrillo del Salto, una cascada a 4 kilómetros del pueblo. Frunce el seño y pide que “toda la basura que generen la traigan de vuelta en una bolsa”. Parece un maestro enseñando a los chicos sobre el cuidado ambiental. Avisa que quizás se pueda ver al pájaro carpintero gigante, bandurrias y chimangos, que habitan la zona. Una zona dentro del Parque Nacional los Glaciares a la que se accede sin pagar una moneda.
El sendero a Laguna Capri
Tenemos agua fría, frutas, nuez y paltas. Zapatillas cómodas y anteojos de sol. La caminata comienza con una subida empinada, hay que pisar grandes piedras y raíces de lengas y ñires de 20 metros. Sus copas son nubes gigantes que hacen de techo. Hay olor a pasto húmedo, eucaliptus y menta.
Cuando el camino se aplana y los árboles no tapan el paisaje, se ve el Río de las Vueltas, que rodea al pueblo: son cintas verdes irregulares que pasean como serpientes por todo el lugar. Detrás, paredones de piedras con escaladores que suben como hormigas.
Tras una hora y media de sendero un cartel indica cómo llegar a Laguna Capri: una bajada a la izquierda, otra a la derecha, y ahí está: un cielo convertido en agua cristalina con piedras rojas, violetas, verdes, amarillas. Los pies soportan sólo unos segundos bajo el agua, que es muy fría. Dos patos de torrente lavan sus plumas y pasean lento. El único sonido es el de dos turistas que sacan fotos, encandilados por la belleza.
Es una laguna rodeada de montañas nevadas, de bosques, al pie del Monte Fitz Roy y desde donde se ve el glaciar Piedras Blancas que cuelga entre las montañas y vierte su agua de deshielo en forma de cascada, para desembocar, luego, en la Laguna de los Tres -una de las más visitadas-.
La lenga, conocida como “roble de Tierra del Fuego” o “roble blanco”, es una especie autóctona y ocupa la mayoría de la superficie de los bosques. Suele estar cubierta de Usnea (líquenes), conocidos como barba de viejo por sus largas cintas que cuelgan de los troncos.
La tarde se declara en el pueblo y el sol, que sigue firme, calienta las caras de un grupo de jóvenes que tocan la guitarra en la calle. Hay mate. Facturas. El tiempo corre lento, acompañando el agua suave del río. Dos perros los acompañan y mueven la cola al ritmo de las cuerdas. La música es calma y cálida, como todo aquí.
De regreso por la ruta 40 el sol comienza a agazaparse entre la cordillera. Las primeras estrellas asoman y la luna, una moneda resplandeciente, pinta de plateado el camino.