En tren: de Retiro a Córdoba

Un viaje en tren, mil historias sobre rieles.

Cuatro chicos leen a Castaneda en voz alta, algo sobre la diferencia entre el hombre y el guerrero. Y hablan de la creencia general de la universidad como fin de algo que recién empieza cuando termina la carrera: la vocación. El resto es planificar sin mapa ni GPS la caminata de siete kilómetros para ahorrar la plata del pasaje y llegar al camping con la luz del día.

Detrás de ellos, una señora que subió con ayuda al tren –piernas gordas apretadas en sandalias, lentes gruesos, rulos negros, tono cordobés- duerme a espalda ancha después de mandar a caminar a su marido.

Una parada rápida en Rosario, sin vendedores ni pitido de arranque, y a seguir remontando las vías. Se apagan las luces del tren que salió a la hora prevista y algunos que jugaban a las cartas guardan el mazo y se hunden en la penumbra. La mayoría de los pasajeros se revuelve en los asientos del pullman y todos envidiamos a quienes viajan en el camarote y pueden apoyar la espalda entera en una superficie plana. Así se va la noche, discreta y con luna, al otro lado de las ventanillas.

Cuando amanece aparece la soja, que estuvo toda la noche ahí; en los cuatro puntos cardinales, dueña de las tierras y de los fumigadores con glifosato y de los casos de cáncer que niegan los funcionarios y los empresarios.

A las siete el comedor -48 asientos, mesas- está casi lleno de gente que mastica medialunas que nadie ha subido hoy a este tren. Los mozos, humor cordobés mediante, van y vienen con pedidos y bandejas y hablan entre ellos: dicen que el tren va a llegar exactamente a la hora prevista. 

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El amanecer desde el tren

Cerca de la puerta de este coche 494 del tren que une Retiro con la ciudad de Córdoba, un pelado de chiva entrecana y lentes de oficinista que cobró la indemnización rompe la paz de la mañana recién nacida con el sikus; toca la misma melodía que anoche y con cara de conservatorio le enseña a su novia, visiblemente más joven que él, a soplar la zampoña y a sumergirnos en ese pasaje de toque monocorde.

Ahora, casi 9 de la mañana, se tranquiliza la familia que subió cerca de las cuatro de la madrugada en Cañada de Gómez, Santa Fe, la segunda parada del tren después de Rosario y antes de Villa María. La forman una niña rubia como el trigo, un hermano más grande, dos padres jóvenes y abuela y abuelo. Abuela dormita para mirar a los nietos de reojo. Abuelo no puede controlar su tono de voz ni sus manos como tenazas tomándose de los asientos en donde los demás apoyan la cabeza y tratan de lograr algo parecido al sueño, arqueándose en butacas donde un faquir no podría pegar un ojo. “Pero viajamos por 300 pesos cuando el micro cuesta casi 1000”, explica un joven de barba marxista.

En los otros coches de este tren hay chicos sentados en los pasillos, afinando el charango, tocando un tamboril o hablando de nada. Hay jubilados con tarifa social que van y vienen para estirar las piernas y mirar por las ventanas, recibir llamadas de los hijos y mentir que han descansado.

Va lento ahora el tren, tanto que afuera, entre el rastrojo del maíz, se ve a una señora tendiendo la ropa en el patio vacío de una casa que parece una isla en medio de un amarillo pálido. Mira el tren con resignación como si alguna vez hubiera querido salir de ese lugar en el que parece cercada por la agricultura.

El tren arranca sin que uno lo perciba, tiene paradas inesperadas en medio del campo y anda por largos tramos como si fuera una gata peluda que baja de una rama del ciruelo y lo supera un perro que se despierta y lo corre a los ladridos. Cuando acelera uno siente que no hay medio de transporte más eficaz y cómodo y barato que el tren. Aunque demore 17 horas y 40 minutos en llegar a Córdoba.

 

Fotos y crónica: Esteban Raies