¿Qué palabras usar para contar la historia argentina? ¿Con qué palabras reflexionar sobre ella? Tomar las armas, de Horacio González bucea en lo que se designa y en la estructura del relato. Por Andrés Buisán.
Tomar las armas es la tercera novela de Horacio González, sociólogo, ensayista y ex director de la Biblioteca Nacional. Su lectura habilita las comillas: “sociólogo, ensayista, ex director de la Biblioteca Nacional”. Después de leerla, nos sentimos tentados a poner todas las palabras entre comillas. ¿Por qué? Porque las palabras no pueden dar cuenta de aquello que designan y a su vez sobrecargan de sentido eso que pretenden nombrar.
La novela presenta una estructura aparentemente simple: comienza con un encuentro entre Echeverría, un profesor que abandonó la docencia, y un fumigador, Sebastopol, que va a cumplir su trabajo a su casa. Se reconocen de otro lados, peor no saben de dónde. Lo certifican a través de una mujer testigo de Jehová, Estefanía, otra profesora y compañera de Echeverría que le toca la puerta. El reconocimiento, recurso central de la tragedia griega, es también cifra del texto: antes de él, como en Edipo, está el olvido.
Después –o en el instante mismo en que se produce-, aparece la memoria. La trama se va desplegando a partir de recuerdos entre geografías y personajes: la Orden, el Viejo, El Café Moderno, el tren. Pero como el recuerdo se evoca con palabras, y si bien uno identifica un objeto detrás del término que lo designa, sabemos que en el nombre de la rosa no está la rosa.
El tiempo de la novela sigue los rulos de Estefanía, adorados por Echeverría. La novela juega entre el presente y el pasado, la forma que diluye sus diferencias. También, en toda esa telaraña desplegada, se duda de la propia realidad: “¿Lo había soñado o realmente me había encontrado con el Viejo…?”
Tomar las armas navega entre varios registros inciertos: las cartas del Viejo, que tienen estampillas falsas; los trajes de los miembros de la Orden, que simulan locura. La novela avanza en su incertidumbre, un péndulo que se hamaca entre su liviandad representativa y su espesura alegórica.
Se cuestiona el significado, los usos, la sonoridad, la precisión de las palabras para nombrar las cosas. El narrador reflexiona sobre sus propias elecciones lingüísticas. La lectura también se vuelve incierta. Echeverría lee las cartas de Perón y su interpretación es vacilante, ambigua, habilitada por la sencillez del lenguaje del Viejo.
Se nos dice que Perón tenía un lenguaje sencillo, nutrido del saber popular. Paradójicamente, esas expresiones se encastran en unas y otras cartas y van adquiriendo matices y sentidos diversos. Podríamos afirmar que es una novela sobre la lengua, sobre la digresión.
Cuando creemos que la palabra es inadecuada para dar cuenta de la historia, esta se nos presenta viva, fresca, ante nuestros ojos. Y cuando creemos que ya podemos clausurar el sentido de ese momento histórico, esas palabras usadas para nombrarlo nos envían a otro lado. El lector es conducido a dudar, a desarmar el carácter imperativo que se le puede asignar al verbo infinitivo del título: tomar las armas.
La novela, entonces, nos va mostrando que Echeverría no es Echeverría. Ese dilema acerca de tomar las armas bien podría estar en (Esteban) Echeverría. Es decir, otro Echeverría. Los nombres de los personajes y las estaciones de tren evocan batallas.En Tomar las armas, nombrar se vuelve ocultar y mostrar.
Cuando creíamos que la novela hablaba del pasado, buscaba complejizar la falsa dicotomía de la pluma o el fusil, nos trae al presente, a su espesura, para que rehusemos todo esquematismo político y dudemos de las categorías aparentemente necesarias para pensarlo.
Tomar las armas, de Horacio González (Colihue, 2016) Precio: $ 240.