Fundado en 1750, a su alrededor se construyó un pueblo, pero el cierre de sus industrias y el suyo como puerto lo dejó aislado. Hoy los habitantes de Puerto Ruiz reclaman el asfalto de los 9 kilómetros hasta Gualeguay y resisten pescando.
La escena ocurre un verano de 1991 en Puerto Ruiz. Un pescador hunde un remo de madera astillada en el río Gualeguay. La tarde empieza a caer. El hombre no habla, apenas murmura para decir: «Esto no cambea más». Lo dice así, sin la letra i, sin odios, sin rencor. Acaso resignado. Y no se equivocó el pescador. Por el País visitó este lugar y lo encontró así, como decía el pescador: igual que hace 23 años.
Desde Gualeguay el camino es bueno, pero tiene 300 años; es de tierra con 9 kilómetros de extensión y recién termina de secarse. Por el estado hay que andar lento hasta toparse con un cartel en la entrada que ironiza y al mismo tiempo pide: «Acá la Nación no crece. Queremos una solución por el camino». Como si el mensaje fuera para el gobernador saliente, Sergio Urribarri.
Apenas uno entra a la zona del puerto, entra también al pueblo. Al frente se ven el río Gualeguay y unas vacas que comen con fruición con las patas metidas en el agua. Hay una despensa con un señor sentado en la puerta, que usa la boina sobre la frente. El resto es silencio, el silencio de los galpones vacíos, el silencio de los pescadores solitarios. El silencio de los sauces acariciando el agua.
La vieja estación de 1864 está conservada, como una muestra de lo que alguna vez fue Puerto Ruiz. Entre las célebres construcciones que aun puede visitarse está la casa donde naciera en 1896 Juan L. Ortiz, el poeta socialista, el popular «Juanele», el hombre que escribiera: «El sol ha bebido sus propias perlas/y hay apenas de ellas una memoria por secarse/No temas, no temas, y mira, mira hasta las islas/¿Viste alguna vez la melodía de los brillos? /¿La viste ondular, todavía de gasa, desde tus pies al cielo, sobre el río?». Y firmó una con el nombre del río «El Gualeguay».
Dejó de haber industrias. No dejó de haber peces. Pero dejó de haber chamarritas, el ritmo madre de la provincia. Ahora, una señora que vende pescado sobre la calle que conduce al río, saca unos baffles del tamaño de una persona y rompe la paz con la cumbia invasora que hace volar a los pájaros de los árboles y amarga el aire de ruido.
Más allá de esta casa, donde hay silencio, están los galpones del saladero La Adelina, la fábrica de jabón de Henry Shmolley construida en 1900, recuerdos del pasado que conviven con el almacén Yuli, con los pescadores deportivos, con los otros que viven de la pesca. «Hace 30 años que soy pescador», le dice uno de ellos a este cronista. Tiene un patí gigante y unos bagres amarillos en la mano, listos para venderlos.
Puerto Ruiz es conocido por su buena pesca. Por eso llegan hasta aquí pescadores de Buenos Aires, otros de Rosario, algunos desde otros lugares de Entre Ríos. A 40 kilómetros de Puerto Ruiz están las islas Lechiguanas, un sistema de miles de hectáreas que divide a la provincia de Buenos Aires de la de Entre Ríos. Hoy hay pesca desde la costa, embarcados y baqueanos que conocen cada parte del río Gualeguay. «Se pesca todo el año el dorado y una gran variada, bogas, sábalos, tarariras, además del surubí en verano».
Pedro y Domingo Ruiz lo fundaron en 1750. Llegó a ser el tercer puerto en importancia en la provincia, cuando Entre Ríos sacaba su mercadería al mundo. Pero la poca profundidad del río Gualeguay firmó su certificado de defunción como puerto. A ese estrago también sucumbió el pueblo que se fundó a sus alrededores. Hoy cruzan barcazas con ganado desde las islas que están enfrente.
Frente al agua hay dos chicos arrastrando un balde lleno de desechos de pescado. Su mamá acaba de filetear una cantidad incontable de bogas y ellos tiene que hacer su parte: descartar cabezas y espinas. Uno, de nueve años, sonriente, dice que no le gusta la pesca. Va a la escuela donde tiene ocho compañeros más. «Era el único varón hasta el año pasado, pero entró un chico de Gualeguay este año», dice, pícaro.
Hay pescadores haciendo volar las piezas que cargan en un cajón primero y en la camioneta después. Casi no hablan. Uno sonríe y canta «Pescador y Guitarrero», la perla de Horacio Guarany. Es cerca del mediodía y están terminando el día que arrancó cuando aún era de noche. Nos vamos. Antes pasamos por un kiosco atendido por una señora que vende un pan casero glorioso. Volvemos la mirada hacia el río; galpones altos y oxidados, un techo caído, paredes volteadas y un puñado de recuerdos; postales de un puerto olvidado de la provincia de Entre Ríos.