Salimos al asfalto apenas el sol cruza con rayos tibios por encima de las montañas. Los pies nos ponen en la ruta 13 de Villa Pehuenia y el dedo salvador nos deja enseguida en La Angostura, paraje donde se unen los lagos Aluminé y Moquehue.
Maneja Benji, un hombre joven y alegre dedicado a la refacción en general, que va de un lado al otro con una camioneta utilitaria cargada de herramientas. “Hay que hacer de todo, no se puede esperar que vengan desde Neuquén a solucionarnos los problemas”, dice.
Nos deja a 20 kilómetros del objetivo del día, pero no nos desanimamos: en una hora y media vuelve a la ruta y nos avisa que va hacia la escuela de Moquehue, donde trabaja. Además, una artesana de Villa Pehuenia nos dijo que en la región hacer dedo es costumbre porque no hay transporte público.
A la salida del puesto de Gendarmería nos levanta Hugo Salazar, mapuche e hijo del lonko de la comunidad de Ruca Choroy. Dice que está escaso de nafta porque fue hasta Pehuenia a cobrar un trabajo que hizo y el señor que debía pagarle no estaba. Le alcanzó para comprar una bolsa con osobuco a la que dejó todo el día en el auto, mientras terminaba el techo de otra obra que tiene en Moquehue.
Villa Moquehue es una localidad del departamento Aluminé, en la provincia del Neuquén. Se encuentra a orillas del Lago Moquehue, sobre la Ruta Provincial 11, a 23 kilómetros al sudoeste de Villa Pehuenia y a 80 kilómetros al noroeste de Aluminé
Hugo, que parece tallado en piedra, cuenta sobre la medicina mapuche, dice que sobre la cordillera es posible encontrar hierbas que aquí, a escasos kilómetros, no están. “No creemos en la medicina blanca que para todo usa pastillas. Nosotros tenemos un machi que se encarga de curar a partir de nuestras plantas”, dice.
Su padre, como jefe de la comunidad mapuche, impulsa desde hace años un hospital intercultural donde se impartan los dos tipos de medicina: la blanca, como la llama Hugo, y la que encuentra soluciones a diversos problemas de salud en el mismo entorno.
Salazar aminora la marcha y toma su teléfono. Baja la música, una especie de valseado ejecutado con acordeón y piano, y nos muestra un video de cuando fue a visitar a una abuelita chilena de 120 años. Se la ve jovial, sentada sobre una sillón, con un poncho abrazándola y deseándole buena suerte a los visitantes. “Y ella se trata con nuestro machi”, aclara Hugo.
Una paleta de colores en la ruta
A 8 kilómetros de Pehuenia la ruta deja de ser de asfalto y se vuelve una cinta de piedra y arena volcánica que las máquinas reparan justo esta mañana de viernes. A los costados el paisaje del otoño se compone de una paleta que recorre todos los tonos de las hojas antes de caer: las amarillas que aún no se soltaron de los álamos, las rojas de los ñires, las ocres de las lengas, las amarillentas que contrastan con el verde y las cimas espolvoreadas con la nieve, donde solo crece el Pehuén, amo y señor del bosque, ahora protegido pero décadas atrás usado en las producciones madereras de la zona.
“Si quieren, paramos”, ofrece Hugo, cuando ve el entusiasmo de sus ocasionales pasajeros con las frentes pegadas a las ventanillas. Al fondo se ve la Cordillera de los Andes, la espina dorsal del continente, fuente inagotable de agua que origina el río Moquehue primero, el lago homónimo cuando baja, el Aluminé más adelante y un puñado de lagunas y arroyos que es imposible contar.
Entramos al camino que dibujaba el lago. Caminamos acompañados por perros que juegan sin ladrar y son los guías en los caminos. Como en todo Pehuenia, no hay carteles indicadores pero uno va conducido por las indicaciones de los vecinos que sin conocerlo a uno lo saludan con afecto y le regalan una sonrisa.
No hay un solo turista en las playas del lago Moquehue, amplias y visitadas por caballos, vacas Hereford y cauquenes. Todo es silencio hasta que vienen las cotorras a buscar los piñones que ya cayeron de los pehuenes y ensordecen con su canto. Sabemos que este lago escapa a la protección de Parques Nacionales, aún así no es alterado por los pobladores y se mantiene intacto, como un espejo brillante.
Volvemos cuando el sol se guarda sobre las líneas de la cordillera. Vamos a dedo otra vez, con una pareja que habla lo justo y nos convida mates dulces y facturas recién compradas. No aceptamos por pudor y cruzamos algunas palabras de la bajada del Rahue, un camino sinuoso que corre como una serpiente entre Zapala y Aluminé. “Ahora tiene 16 curvas menos”, dice nuestro chofer, un hombre de rasgos mapuches, de hablar bajo y de conducir con firmeza por caminos de ripio.
Sin viento y con sol, con el sonido del río en las piedras y los árboles haciendo espejo en el agua, Moquehue se vuelve un paraíso escondido, un sitio agreste de paso obligado para el aventurero capaz de saltearse el itinerario de manual y lanzarse por los caminos sinuosos y desconocidos que acarician la cordillera.
Fotos: Por el País