Como si creara el entorno completo de otro mundo, paradójicamente enumerando todos los elementos de éste, Los lugares se vuelve un relato envolvente, tan envolvente que metidos en ese registro no se puede no leerlo como las vivencias de un extraño en el planeta tierra. Por Sonia Luna.
La novela está gobernada por tres puntos de vista (primera, segunda y tercera persona). Ese capricho puede ser interpretado de dos formas: como tres historias distintas o como una novela articulada por una máquina de narrar a la que le fallan algunos botones.
Pero más allá del registro, de esa historia (la historia de un alguien, ese alguien que puede o no ser Gandolfo), se sostiene en un fluir que el narrador suelta con tanta habilidad que, aun acechado por sus propósitos de continuidad, lo encuentra en cada línea mejor parado.
La primera parte es el discurrir de un paseo sabatino por el barrio de Belgrano, en la zona de barrancas, en donde retira un libro que compró en internet: un relato atrapante. El segundo, en segunda persona, puede leerse como una excursión epistolar. El registro tiene un aura tanguero (de esos tangos que parecen hablar al mismo tiempo del otro y de uno mismo, como “Desencuentro”), y conecta con la ciudad alemana de Frankfurt, en una de la ferias del libros más importantes del mundo. El último, en tercera, es el más crepuscular, se desarrolla en la Ciudad Vieja, en Montevideo, lugar en el que el escritor vive parte del tiempo. Los lugares es un libro atípico, tan atípico como bello y feliz. Una novela/ensayo sobre las andanzas de un escritor suelto por el mundo en estado de gracia.