Por Daniel Spinelli
Parir en el monte era palabra corriente, como el hambre, el frío o el abandono. Sobrevivir a la Forestal, esa feroz maquinaria depredadora de quebrachos, era difícil como crecer, desarrollarse o simplemente respirar. Explotación y barbarie, tanino y sangre. Una docenas de hijos como algo natural.
Eraclio Catalin Rodríguez -Horacio Guarany- respiraba por vez primera en la Forestal de ese Alto Verde santafesino, entre la espesura del monte que estaba por dejar de ser, rodeado de hermanos mientras su madre lavaba la sangre del parto con agua del río.
Pasaron 91 años de aquel llanto inaugural. Le iba a seguir una senda para andar caminos, contar historias, desafiar al poder de turno, ponerle poesía al dolor, acompañar con melodías en el exilio a duendes que como él fueron desterrados del paraíso. Porque para un paisano -un hombre que tiene el país adentro- su tierra es el paraíso.
Setenta años de canciones pero una eternidad de compromiso, formador de opiniones, comunicador de paisajes y amoríos. El hombre que conoce el misterio para describir en tres minutos lo más profundo del hombre y su destino.
Con ese pulso poeta, Guaraní convirtió en libros sus vivencias: El Loco de la Guerra; Sapucay; Las Cartas del silencio; Memorias del cantor, y sus creaciones a más de 60 discos.
El cine lo recibió como protagonista, guionista y musicalizador en «Si se Calla el Cantor», «La Vuelta de Martin Fierro» y recientemente con «El Grito en la Sangre», donde sorprende interpretando con maestría a Don Chusco.
El hombre que es un pueblo, también es un niño: Guaraní elige los escenarios donde despuntar el vicio, emociona y disfruta, ríe a carcajadas, interpreta de las entrañas como si en cada estrofa se le fuera una parte de sí.
Recuerda sus comienzos: puerto, lavacopas, barcos, mujeres de la noche a quienes amó con amor de hijo, una guitarra y aquel puñado de camaradas soñolientos, faltos de calor y abrigo.
Viajar por el mundo, las angustia del exilio,-Venezuela, México, España,- donde salvó la vida de muchos construyendo un puchero con retazos de lo comido ayer.
Anfitrión de cocina, en Rusia o su Templo del Vino, del brazo de Héctor Alterio, de Marian Farías Gómez, de Armando el poeta o de Llopis el niño. Hacedor fundador de tantos festivales, referente indiscutido. Imposible evitar cantar a Guarany cuando se piensa en el primer disco de alguien que se precie de hacer folklore.
Hoy, manso, relajado, con el tiempo a su favor, disfruta de la gratitud de sus seguidores, de la admiración de sus colegas y de un hijo cantor, astilla del mismo palo, como premio a su designio. Porque en esencia nada cambió, sólo se transforman sus horas de reposo en largas siestas, charlas con Luciano, controles médicos y el humor intacto como sus sueños y proyectos hacia un tiempo sin tiempo donde el hombre sigue de pie, esperanzado y feliz.
Rodeado de su tilo y su araucaria, del añoso eucaliptus de su canción y de una docena de perros y un quincho gigante para recibir afectos, asombrados periodistas y algún cantor de juergas en tiempos pasados entre melodías y vinos, pasa sus días el cantor que el 15 de mayo pasado cumplió 91 años, para él un día más, para quienes los rodeamos las horas más vitales del glorioso juglar argentino.
Levanto en palabras la copa del brindis, en la felicidad de saberlo pleno, con proyectos, presentaciones, un teatro por inaugurar, un par de libros por editar y algún que otro sueño para asombrarnos entre un costillar y el néctar de la vid, compañero al que le supo cantar con respeto y cariño.
Horacio del pueblo, cantor de los siglos, potro de la noche, decidor del compromiso y tendedor de mesas para reconciliar el olvido, cuando soples en un suspiro las 91 velas, convertirás tu aliento en un viento donde un mundo de poemas, pentagramas y caminos llenará las huellas de tu país agradecido.
Por el amor y el coraje de no dejar nunca de ser cantor, compañero y amigo, salud al interminable Horacio Guarany.