En un humilde barrio de La Plata, en una casa sin timbre, de puertas abiertas, en un prolijo taller de proporciones pequeñas, un hombre sencillo conserva un gran sueño: que todos los niños del país puedan tocar el bandoneón. Lo concibió a los nueve, lo creyó posible a los treinta y cinco, y luego de varias décadas de estudio, viajes y desvelos, hizo sonar el primer fueye: “Salí al patio a llorar de emoción. Con mi hijo, no parábamos de saltar”, cuenta Juan Pablo Fredes, luthier y fabricante de bandoneones para niños, sentado en una silla de plástico, con una mano en el instrumento y el mate amargo en la otra.
Fredes, oriundo de Tapalqué, pequeño pueblo de Buenos Aires, atesoraba de pibe esa loca fantasía que se haría realidad. Fue en ocasión de un festival de folklore, cuando vio por primera vez el “instrumento negro, enorme, que se estiraba y estiraba”, y quedó maravillado. Meses después, para el cumpleaños de nueve, su padre, que era albañil, apretó el mango por un tiempo y le compró un fuelle duro, vetusto, pesado.
“Al ver que mis manos no alcanzaban las notas y que no podía moverlo, le pregunté a mi profesor si había bandoneones para chicos, y me miró como diciendo ´no sabe lo que dice´. Ese niño ya tenía el sueño de construir uno”, confiesa Fredes.
A los 18 años se fue a La Plata y consiguió trabajo en la orquesta de Horacio Del Bueno. Estudió, se recibió de contador y dejó la orquesta, pero siempre anduvo con el bandoneón en la rodilla. A los treinta y cinco, armada la familia, empezó a estudiar el instrumento, armó orquestas de chicos y se sumó a un conjunto de Tandil, con el que viajó a la mítica Carsfield.“Unos miraban los paisajes, otros miraban las minas, yo miraba los talleres. Hablaba con todos, juntaba cosas, agarraba papeles y me iba a dibujar al baño”, recuerda Fredes, y rescata que en aquel lugar en ruinas tocó la orquesta: “Después de 60 años, los bandoneones volvían a la fábrica de donde habían salido. A algunos viejos se les cayó un lagrimón”.
De regreso, Juan Pablo tomó la decisión. A partir de ahí, se sucedió un periplo de afanes, proezas y algunos sinsabores. Se detuvo en las calles de la ciudad y delineó las manos de los pequeños; asistió a clases de acústica y de métrica, estudió material por material, evaluó pieza por pieza; fue al Laboratorio de Investigaciones Metalúrgicas, a la Comisión Nacional de Energía Atómica, al Conicet; le dijeron que era imposible, que estaba loco, que sencillamente no; se contactó con el tornero, con el carpintero, con el ingeniero acústico. Treinta años de estudio y cinco de trabajo junto a su hijo Germán, para que sonara el primer Fuelle Fredes.
Lastima bandoneón
Bautizado fuelle en el Río de La Plata, el instrumento emblema del tango fue inventado por un alemán: Carl Friedrich Uhlig, y tendría a partir de 1864 su época de oro en el pueblo sajón de Carsfield. De allí saldrían los mejores instrumentos que se hayan conocido, hasta que el saldo de muertes de la Segunda Guerra Mundial forzó el cierre de la histórica fábrica.
De su llegada a la Argentina, poca certeza y muchas conjeturas: que lo desembarcó un marinero inglés; que un miliciano cargaba uno chiquito; que lo trajo un tropero de carros. Lo seguro es que para 1890 ya sonaba en los suburbios de Buenos Aires y con el tiempo, su melancólico sonido se convirtió, como dice Horacio Ferrer, en “la jeta del tango”.
Por esta razón, piensa Juan Pablo Fredes, salvando al bandoneón salvaremos también la voz del tango. “El desafío es que no se pierda”, dice, y “que más chicos tengan la posibilidad de aprender un instrumento dificultoso, a la edad en que es más fácil aprender”.
Fredes sueña con llevar el bandoneón a la escuela, al conservatorio público; con hacer miles de bandoneones, en serie, con materiales nacionales, por qué no reciclables; bandoneones baratos y livianos, para que un obrero le pueda regalar a su hijo y para que un pibe de nueve años pueda manejarlo. “Todo es posible”. El niño de Tapalqué sigue soñando su sueño.
Salgo de la casa bandoneón. “Pasá cuando quieras”, invita Fredes. En la puerta, espera Milagros, una jovencita radiante, de ojazos claros, que vive a metros de la esquina, toma clases con Germán y como todos, tiene sueños: “¿El mío? Tocar en una orquesta”, dice, se acomoda, y extiende una sonrisa ancha como un fueye.
Textos y fotos Juan Pablo Eijo