Aunque el invierno dejó a la vista las ramas grises de los árboles y sólo haya dejado en los paraísos puñados de bolillas de color ocre que reverberan con el primer sol de la mañana, el espacio es verde por donde quiera uno mirar: las enredaderas retorcidas entre los alambrados, las ligustrinas cortadas al milímetro, el pasto que se extiende más allá de la vereda.
En Villa Lugüercio, un poblado de 400 habitantes repartido sobre uno de los márgenes de la Laguna de Lobos, a 13 kilómetros del pueblo en que nació Juan Domingo Perón, el invierno parece, en pleno agosto, haber pasado de largo. Sin viento, soleado, llegan a la laguna las primeras familias y los primeros pescadores a probar suerte con el pejerrey y la tararira, estrellas de la laguna.
Es una mañana de domingo y la villa, que durante la noche ofreció un silencio conmovedor, empieza lentamente a estirar las piernas: los más grandes salen a hacer las compras al único mercado del pueblo, otros se la juegan en la carnicería, los demás salen al patio a tomarse todo el sol y todos los mates.
Las calles, con números y nombres de árboles o peces, son de tierra, salvo la avenida Costanera que empieza a asfaltarse pero aún no está abierta al tránsito. Eso evita a los rápidos y furiosos y obliga al tránsito lento e invita a caminar. Eso hacen las parejas, los amigos mochileros o los pescadores. Caminan a paso lento y desprenden, de tanto en tanto, el ladrido de algún perro, encerrado por suerte.
El que más ladra es uno negro que lo hace para hacernos saber que no muerde. Está al lado de la panadería más famosa de la villa: Quimey Quipán, un sitio modesto donde se come el mejor can casero del universo hecho por Yolanda Martínez. «A la gente le gusta lo que hacemos», resume cuando se le piden secretos de su pan, de sus medialunas, de los bizcochitos y los picarones elaboradas en la calle 33 entre 1 y 2.
Algunos en bicicleta llegan desde Lobos, pasean por la villa y al regreso se dan una vuelta por Salvador María, un pueblo distante a 4 kilómetros.
La laguna le da al lugar un encanto especial, también por la avifauna del lugar. Aunque las cotorras son las dueñas del aire y del silencio, hay teros, calandrias en pareja y algún pájaro carpintero que se deja ver cerca de las vías.
Todavía quedan vecinos y vecinas empeñados en levantar columnas de humo incinerando en la calle las hojas de los árboles, pero el lugar conserva esa calma de pueblo que no alteran ni el reggaetón del domingo ni un grupo de jóvenes que el sábado hacen temblar las hojas de los eucaliptus con los parlantes.
En el mercado de la villa una señora le avisa al dueño que el último fin de semana de agosto la Iglesia Filadelfia, una organización cristiana protestante, celebrará el Día del Niño. «Ya lo festejó la villa y ahora lo hace la iglesia, así los chicos tiene dos festejos», dice el dueño del mercado.
Villa Logüercio fue posta del Ferrocarril del Sud en los tiempos del tren a vapor y hasta hace dos años, antes de que la gobernadora bonaerense María Eugenia Vidal cerrara Ferrobaires, pasaba el tren y era posible caminar los 500 metros desde la estación hasta la laguna de Lobos. Hoy queda el cartel de «Fortín Lobos» y las vías mudas cubiertas de pasto seco. Tiempos idos para un lugar donde el silencio, todavía, es amo y señor.