Chango Spasiuk hizo vibrar un teatro colmado: música, pasión y magia

«La sombra que el corazón ansía es imposible de explicar, como la música, que permite saborear algo más. No es un entretenimiento, sirve para andar otros terrenos», reza Chango Spasiuk citando a Atahualpa Yupanqui. Y esto es lo primero que dice, y lo hace luego de media hora de comenzado el show en el ND Ateneo, con una sala donde no cabe ni un alfiler porque las 750 localidades se agotaron, y porque los familiares de los músicos tuvieron que quedarse de pie en los pasillos.

Una mujer mira su reloj, que marca las 22:10, y se apantalla con la revista que le dieron al entrar a la sala. El público aplaude: quieren escuchar al Chango Spasiuk y sus siete músicos. Nadie sabe a esta hora que serán treinta las canciones, que durante más de dos horas habrá chamamé, polca, que tocará el piano el maestro Bob Telson y que las claras y afinadas voces de Diego Arolfo, Lorena Astudillo y Sebastián Villalba quedarán para siempre resonando en las paredes del teatro, como sucede en la vida con los dulces recuerdos. Nadie sabe aún que esta noche de diciembre un músico de lujo dejará todo en el escenario y demostrará, una vez más, que es uno de los mejores músicos del mundo. Aunque eso a él no le interese.

A las 22:20 las luces caen y los aplausos se levantan como tierra seca con el viento. Chango Spasiuk camina erguido y se le escapa una sonrisa. Pero no habla. Trae en brazos a su compañero de vida, ese instrumento al que abrazaba cuando niño al acostarse: un acordeón que respira con él y que logra adentrarse en las profundidades de las almas.

Los siete músicos lo siguen, todos vestidos de negro, y se ubican en el poco espacio que tiene el escenario: el cordobés Matias Martino en el piano, Pablo Farhat y su violín, el santafesino Diego Arolfo en voz y guitarra, Marcelo Dellamea en guitarra, Marcos Villalba y Javier Martínez en percusión y Eugenia Turovetzky en violonchello.

Durante la primera hora las canciones que suenan pertenecen a su último disco Otras Músicas, donde Chango deja ver su relación con el mundo del cine y le da vida a canciones de películas.

A las 22:40 Bob Telson se sienta al piano e interpreta la tercera canción de la noche. Spasiuk mueve sus dedos como si él también estuviera tocando el piano. Ojos cerrados, mese su espalda al suave ritmo de «Día de sol», y se suma con su acordeón. El público parece una foto, nadie mueve sus ojos ni su atención de ese escenario que parece un volcán en erupción: la energía de esta música es contagiosa. Le seguirán «El agua del fin de mundo» y «Mejillas coloradas».

Los cambios de ritmos, de aire y de estados, son claves hoy: de una suave melodía pasan a una polca furiosa, para ir luego a un chamamé que huele a tierra húmeda y a río. Esta noche es una montaña rusa y Chango demuestra -sin querer- que no se necesita más que un buen músico para hacer magia y para llevar de paseo por diferentes mundos a un público que sabe oír.

«Dije que no iba a hablar, pero esta noche es muy importante porque están mis tres hijas», explica Spasiuk mientras comienza con los acordes de «Canción de amor para Lucía», tema dedicado a su hija mayor, quien lo mira desde atrás del escenario. Con un vestido blanco hasta el piso, se mueve emocionada y no deja de mirar a su papá.

Lorena Astidillo se hace cargo de las próximas tres canciones. Con un vestido largo y negro, cabello corto y mirada profunda, avanza con tonos agudos y afinados e interpreta: «Sueño de niñez», canción que está en el último disco de Chango. Luego, con «Cosechero», el público parece un mar que se mueve suave y canta.

El reloj está por marcar las 23.30 cuando Spasiuk elige hacer un homenaje a Spinetta: «Seguir viviendo sin tu amor» invitó a todos a participar del tema.

A mitad de la noche Chango cambia su acordeón por otro -al que el llama el verdadero-  que es color blanco. Con él acompaña a Diego Arolfo en lo que será su primera canción «Tarefero de mis pagos». Cada espacio parece perfumado con yerba mate. La dulce voz de Diego, afinada y clara, acompaña al chamamé como un sauce al río.

Acordeón y violín se complotan para hacer explotar al público en una erupción de polca: a las 23:40 el aire tiene drama, fuerza, una energía difícil de apaciguar. De ahí, se pasa a la calma y a la confesión de que hoy Vera, su otra hija, cumple cuatro años. Con un vestido violeta claro, cabello muy rubio y semblante angelical, la niña recibe de todos la canción del feliz cumpleaños.

Cerca del final, Javier Martínez ejecuta con maestría un sólo con su cajón peruano. Y lo hace hasta que al público le duelen las manos.

Pasada la medianoche, Chango y Marcelo Dellamea interpretan el chamamé «Kilómetro 11«, donde la guitarra parece hablar con cada punteo.

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«Es un mundo raro el de ahora, lo que podemos modificar es cómo pararnos frente a eso. Hay que ser más misericordiosos, amables y pacientes», aconseja este músico antes de interpretar con la fuerza que reclama el tango: «Libertango», la canción de Piazzolla que hoy se posa como ave en el acordeón, en el piano, en el violín.

Pasados 45 minutos de la medianoche, y con la polca «Ivanco» sobrevolando los instrumentos, Spasiuk convierte en imán sus aplausos. Ahora, todos aplauden y no hay nadie sentado. Es un volcán de música que extiende el calor a todos. El teatro late; es un corazón vivo. Y late tan fuerte que no hay lugares donde no se escuche.

Chango Spasiuk dejó todo la noche del 9 de diciembre: música, técnica, buen gusto, magia y pasión. Todo eso se fusiona en un hombre solidario y carismático, dueño de una luz muy visible pero difícil de explicar con palabras, porque, como dijo un día Atahualpa, «La sombra que el corazón ansía es imposible de explicar, como la música».