Sobre la ruta 39, detrás de una fila de sauces, una bola de fuego cae, lenta, transformando el verde en un naranja sutil. La calle de tierra levanta una manta fina de polvo que se eleva con el paso de una camioneta. Hay caminos en cada esquina por donde sólo cabe un auto y parecen no llegar a ningún lado. El aire en Capilla del Señor huele a pasto recién regado y laurel.
Por las calles del centro alguien entra a la peluquería, que tiene un nombre en inglés y está llena. Todos, hasta los que se cortan el pelo, giran para mirar a la extraña, que pregunta dónde puede haber una cama para dormir esa noche. Miran absortos como si les estuvieran preguntando el nombre de una calle que no conocen, y callan. El único varón presente, que sostiene la tijera en una mano y un peine en la otra, aporta un dato; piensa, aporta otro y suma un tercero. Cuando la turista sale todos siguen como si nada hubiera pasado, y uno murmura “No va a encontrar nada. Está todo completo por el fin de semana largo”. Es que en Capilla del Señor hay cinco hospedajes de los cuales tres no tienen timbre; sólo un cartel de papel, improvisado, con un número de celular que nadie atiende.
Sara es la única empleada de la oficina de turismo, a una cuadra de la Plaza San Martín. Tiene cara de buenas noticias y una sonrisa que le forma dos pocitos en los pómulos. Apoya sus codos en el escritorio de roble muy lustrado mientras señala el libro de estadísticas con una cinta celeste y blanca, al lado de la cual tiene el infalible remedio para cuando no hay turistas: una revista de palabras cruzadas.
Avisa que Capilla del Señor es una suerte de tablero de ajedrez encerrado entre las vías del Ferrocarril Mitre y las del Ferrocarril Urquiza. Son treinta y nueve manzanas con 9200 habitantes. Todos adentro de un paisaje que podría ser una pintura de Florencio Molina Campos.
Cuenta Sara que el pueblo, cabecera del partido Exaltación de la Cruz, se fundó en septiembre de 1735. La historia nace de la mano de Francisco Casco de Mendoza, quien hizo construir en una de sus estancias una capilla para su devoción privada y para hacer celebraciones religiosas en el año 1727. Se acomoda los lentes, toma un trago de agua, y agrega que el pueblo fue declarado ciudad en 1973, y Bien de Interés Histórico Nacional en 1994.
Frente a la iglesia que carga con la cruz en su cúpula –protagonista del origen del pueblo- un señor espera que le entreguen una bolsa con avena. Baja de la camioneta y deja a su perra, que lo espera moviendo la cola. Pero no hay tiempo: el empleado cruza la calle y la hecha en la caja de la camioneta, desprendiéndosela del hombro justo a la hora en la que termina la misa del sábado y un señor sale, presuroso, quita la alarma de la Amarok negra, y se va sin abrocharse el cinturón ni encender las luces, a pesar de que la noche ya es un hecho.
Hay ventanas sin rejas, bicicletas sin cadenas, motos sin candados y un gato con un collar rojo que sale de un pasillo violando el cerco que su dueña, que va por él, le impone con el grito. El gato vuelve pero deja un mechón de pelos que se enredan en el tronco de un naranjo, lleno de naranjas con gusto a mandarina y flores de azahar con olor a flores de azahar.
En una hostería sin ninguna pretensión de dejar de serlo, hay tres hombres que ponen los 400 pesos por la única habitación disponible. Está oscureciendo y adentro casi no hay luz. Hay un olor rancio, como si por algún rincón hubiese un queso roquefort recién abierto. Con ademanes de campo, los paisanos le confiesan al dueño, que les cobra la pieza por adelantado, que no tienen más dinero. “Entonces dejame lo que puedas, me lo completás después”. Ellos ríen y le dicen que van a atar un cajero automático al paragolpes de la chata. “Sale limpito”, cierra el chiste uno de ellos.
Al filo del crepúsculo, la comparsa Trimanday rompe la isotopía estilística: en un mar de silencio el chi-qui-chá del bombo es como un pedazo de carne en un postre de crema chantilly. Son veinte muchachos a quienes los comanda un joven -más grande que ellos- con lentes de oficinista y cara de boy scout. A su lado, en un tinglado abierto, dos señoras pegan lentejuelas en un sobrero gigante, que como el resto de la ropa, llega desde el Carnaval de Gualeguaychú, el más comercial del país. A este equipo de jóvenes y adultos, que crearon la única comparsa del pueblo, los motiva una fuerza superior a cualquier otra: la pasión y el amor por sus raíces.
La luna es un reflector que no deja nada oculto y las estrellas son sus cómplices. Hay dos mujeres que caminan lento y cargan bolsas con verduras y carne. Hoy comen guiso. A la rotisería, con un nombre italiano que nadie sabe traducir, entra un joven que viene de su trabajo de la tarde para hacer su trabajo de la noche: mozo. Sirve una cerveza sin sacarse la campera y bromea por el partido en el cual River le acaba de hacer el primero a Boca. Aunque es un amistoso, redobla la apuesta con el chico de la moto. “Esto recién empieza, te juego 200 pesos, dale, no seas cagón”. El chico ríe y no responde hasta que el otro insiste. “Primero pagame los 50 pesos que me debés”, le dice y cierra las apuestas.
Enrique, un hombre petiso de cabello enrulado, anteojos y cejas gruesas, se levanta de la mesa, le arrebata la hamburguesa que el mozo mastica como si la estuviese bebiendo y le dice “dame un pedazo”. Se lo devora y en el entusiasmo mezclado con la angurria deja caer un pedazo de lechuga y dos de tomate, que se pegan al mostrador. “Este Enrique no cambia más”, dice el motoquero. Como Capilla, que no cambia más. Ni menos.