Para llegar a Campanópolis hay que pasar por un barrio de casas bajas de Gonzalez Catán, con techos de chapa y paredes sin revocar. El GPS avisa que faltan 400 metros para llegar, pero no hay señales de ninguna aldea fantástica como lo anuncia la publicidad de Internet. La sensación es la de haber equivocado el camino.
Un giro a la derecha, otro a la izquierda y de repente la sorpresa: 200 hectáreas de campo y un portón con rejas de mil curvas. La niebla no permite ver mucho más allá de la nariz, pero alcanza como para sentir que al entrar uno ingresa a otra dimensión: cúpulas de edificaciones antiguas y coloridas se levantan en un páramo, similares a los cuentos del medioevo, clavadas en medio de la nada.
La historia de Campanópolis es la historia de Antonio Campana. Todo comenzó cuando a Don Antonio le diagnosticaron un cáncer terminal y en vez de dedicarse a agonizar creó esta aldea que roza la locura y el ingenio.
Campanópolis está a metros de un barrio en González Catán, bordeando el río Matanza y el arroyo Morales, y es la réplica de una aldea medieval.
Es complejo resumir Campanópolis. En rigor, es una ciudad privada en un predio donde nadie vivió. Ni siquiera su creador. Al recorrerla se siente una mezcla de fascinación y rareza.
La política de Antonio, un empresario, era empírica: contrataba albañiles y dirigía la obra personalmente. Y el mito dice que le contaba las tareas con pelos y señales a los empleados. Una falla del trabajador podía costarle el puesto. Con esa autoridad construyó en poco tiempo una descomunal ciudad para nadie.
Hay edificaciones idénticas a las iglesias europeas pero hechas con materiales reciclados de demolición y artefactos comprados en remates –inexplicables- de la Ciudad de Buenos Aires: el reloj de la estación Retiro, las columnas de la legendaria Galería Pacífico, una escalera que pertenecía a la Basílica de Luján, estatuas de ángeles y musas traídas de Europa, una porción de locomotora que viajó en barco desde Inglaterra, un molino holandés, más de 100 mil árboles y plantas son algunas de las cosas que se pueden ver en esta aldea que parece pertenecer a otro continente. O a otro mundo.
La visita guiada por Campanópolis
El recorrido guiado por Marcia comienza justo cuando una suave llovizna humedece las calles angostas de empedrado que una vez formó parte de la Avenida La Plata, en Boedo. Parece que el hacedor de la aldea trajo un pedazo de Inglaterra y lo puso en González Catán. Hasta los carteles están en inglés.
Antes, esta mujer de voz dulce y aire carismático reunió a todos los visitantes para explicar algo de la historia del lugar en un salón y los hizo sentar en sillones de madera que han sido butacas de cine. Detrás hay toldos de negocios, rallados, verdes y blancos, que fueron techo de alguna vereda. Arriba, una araña plateada encandila.
En los jardines hay escaleras caracol que no llevan a ninguna parte. Rejas y ventanas de hierro que adornan el horizonte. En el interior de una casa hay techos fabricados con puertas y ventanas del año 1700. Cerámicas de antaño forman arco iris en las paredes. Ambientes enteros forrados de tapitas de botellas. Un salón para eventos privados de todo tipo: casamientos, cumpleaños de quince, escenas de películas y sesiones de fotos.
“Antonio Campana hizo todo esto sin ser arquitecto. De hecho sólo cursó hasta sexto grado. Los planos son precarios –muestra uno, en lápiz- sólo usó su imaginación y experiencias de sus viajes por Europa”, dice Marcia sin dejar de caminar. Agrega: “Cuando le dijeron que tenía cáncer y que le quedaban cinco años de vida, comenzó a trabajar en este sueño: dejó sus empresas y construyó esto para él, la familia y los amigos. Finalmente, vivió veinte años más. Enfocarse en este proyecto le extendió la vida”.
La historia que no cuenta nadie, ni la guía ni la familia, es que Campana aprovechó el desgüace del Estado -que la guía llama “modernización del Estado»- para comprar elementos a los que esa política de los descarnados años 90 mandaban al tacho de basura. Entonces, don Antonio puede parecer también, desde otra mirada, como un salvador de cosas que hubieran ido a parar al olvido.
Un poco de historia
La historia cuenta que hace casi 40 años comenzó este sueño en un predio adquirido en 1976 donde antes eran explotadas antiguas tosqueras, cuyo producto fue usado para la construcción de las bases de las pistas del Areropuerto Internacional de Ezeiza y de la autopista Richeri. Luego el lugar fue expropiado por el CEAMSE (Cinturón Ecológico Área Metropolitana Sociedad Del Estado) que durante más de cinco años lo uso para relleno sanitario, dejando secuela de contaminación ambiental.
Don Antonio entró en un largo pleito judicial para recuperar el predio, y una vez que pudo hacerlo, comenzó a diseñar esta ciudad medieval única en Latinoamérica.
Fotos: Esteban Raies.