El otro Brasil: travesía por morros, piedras y pendientes

(Especial desde Brasil)

Para tener la mejor vista de una playa de la isla de Florianópolis hay que caminar entre las piedras y los morros apretados de vegetación. Hay que superar los sofocones que provoca el camino cerrado donde el aire -y uno mismo- apenas pasa. Dos horas y media más tarde se está ante la imponente perla del Sudeste de la isla de Florianópolis, en Brasil: Lagoinha do Leste.

SAM_1276.jpgchicaAl inicio mismo de la trilla usted tendrá una medida de lo que viene. Apenas se pone un pie en el camino que empieza al final de la playa de Matadeiro (pegada a Armazao) y uno empieza a separase del mar aparece una pendiente rocosa, pronunciada y fangosa, donde hay que regular las fuerzas para no quemarse. No parece Brasil. Bebemos agua: no vamos ni 20 minutos de travesía. El camino es una serpiente de piedra que baja y sube, se enrolla y se desenrolla.

El que ve que eso es mucho, debe desistir ahora mismo. El camino es extremadamente técnico, ideal para quienes asuman el desafío de trepar en la montaña, pero puede resultar un escollo difícil de superar si uno no tiene cierto entrenamiento, carece de estado físico. O, simplemente, no disfruta de trillas extenuantes y el prefiere el clásico Brasil de caipirinhas y arenas blancas.

Así, entre subidas, largos espacios fangosos por la propia agua del morro, y caminos estrechos de esos que rayan las piernas si uno está en pantalones cortos, ocurre toda la trilla que conecta la única playa a la que sólo puede llegarse a pie. Cuando vamos casi dos horas de caminata y nos acercamos al mar aparece el cielo, se abre el camino. Entonces sí, nos llenamos los pulmones con el aire del mar, que ruge entre las rocas como un león herido.

“Mucha gente que sube montañas en Europa dice que esa trilla es la más difícil de esta isla de Brasil”, había dicho Ana, la dueña de Lemuria Aparts, que también hizo este camino en la que, confesó, fue su peor experiencia en un morro de este o de cualquier otro país.

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Laguna en la playa Lagoinha do Leste

Por suerte, el premio tras las dos horas y media de caminata es este Brasil de postal. Lagoinha do Leste tiene las arenas blancas y el morro como respaldo. Dos altísimas formaciones rocosas en cada extremo de la playa enmarcan un agua que cuando asoma el sol es azul y se vuelve verde cuando la luz lo deja de alumbrar. Recibe el nombre por una laguna de agua levemente salobre formada a pocos metros del océano por aguas que bajan, estrepitosas, desde el morro. Báñese con cuidado por los cangrejos, más grandes que la palma de una mano grande.

Empantanados

A partir de Lagoinha la trilla está sin marcar, sin carteles que indiquen dónde se inicia y menos aún cómo continúa cuando aparecen dos caminos posibles. Lo bueno es que siempre suele haber algunos locos dispuestos a arriesgar los ligamentos para llegar a Pantano do Sul, el lugar famoso por el Bar de Arante y los pescadores. Dos jóvenes nos sacan de la duda: se hunden en el morro donde un cartel parece burlarse de nosotros: “Barcos a Pantano do Sul”, dice. Pero sólo hay gaviotas degustando la pesca del día.

Las nubes que desde temprano tapizaron el suelo se han puesto oscuras y tememos que la noche sin luna nos caiga sobre las espaldas. Nos apuramos. El inicio es complejo, con grandes piedras. Es el aperitivo de un camino exigente que nos encuentra cansados y que a veces nos exige usar también las manos para caminar.

Aunque está considerada una zona protegida, que los propios caminantes cuidan (no se ven residuos de ningún tipo en cinco horas de andar los caminos) hay que tener cuidado porque la senda presenta desvíos que puede confundir. A los 35/40 minutos de la caminata desde Lagoinha do Leste a Pantano do Sul se le presentará una bifurcación: debe seguir a la derecha hasta encontrarse con una pequeña cascada. Ahí debe tomar a la derecha; una subida de 20/25 minutos y luego el camino será -por fin- en bajada.

En la bifurcación aparece, como salida de una película, una joven rubia con un tatuaje de un ojo en el reverso del brazo, una mochila inmensa y un fuerte olor a humo de leña. En portugués nos dice que falta poco, el último tramo de subida antes de la pendiente a favor. Suda a mares, se agacha a beber agua de una cascada pequeña que cae en una hoja larga y queda a merced nuestro. “Es rica, es el agua que usan todos en Pantano do Sul”, convida. Llenamos la botella, bebemos tragos desesperados y seguimos. Ella desapareció pero queda una estela de humo de leña flotando en la espesura del morro.

A pesar del aliento de la chica sahumerio, la sugerencia es no confiarse: la bajada también es compleja porque la traza se vuelve pantanosa por la misma agua que fluye desde el morro. Hay que abrir bien los ojos y hacer pasos cortos y exactos, como si estuvieras caminando sobre crema chantilly.

Cuando llegamos a Pantano do Sul vemos cómo se encienden las luces de las calles y de las ventanas de las casas. Entramos en silencio, como los soldados que vuelven, exhaustos, de la batalla. Necesitamos un baño, comida, una silla, agua fresca, ropa limpia. Con la noche casi declarada, un grupo de jóvenes empieza el camino, cuando ya el morro teje la noche, larga y paciente, sobre el sur de esta isla que muestra la otra cara de Brasil, sin carnavales ni cachazas.

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