Trabaja en un escuela hospitalaria con pacientes psiquiátricos, es profesor de la Universidad Nacional de Arte, brinda apoyo didáctico a docentes y da clases a chicos en situación de calle. En el Castex con pacientes psiquiátricos, en la Escuela Arancibia con chicos que salen a jugarse la vida en los márgenes de una sociedad que los desprecia, Alejandro Arce demuestra el valor colectivo del arte, la pulsión capaz de mover manos, cerebro y corazón, todo al mismo tiempo.
“Trabajo con lo que puede hacer cada uno, con el cuerpo o con lo que se pueda hacer en el lugar al que vaya”, dice Alejandro Arce que cuando no está al frente de esas actividades sube la escalera hasta el altillo de la casa que alquila en el barrio porteño de Belgrano y piensa, diseña, dibuja, recorta, pinta, pega, arma y desarma. Lo hace sin horarios prestablecidos. “Puedo quedarme hasta tarde trabajando o empezar muy temprano”, revela.
Alejandro Arce es uno de esos artistas convencidos del trabajo, un tipo que no puede estar quieto, como sí lo está Toby, el gato con quien comparte su mesa de trabajo y que ahora está hecho una rosca amorfa de pelos, que también ha puesto en el delantal de Arce, descalzo, en short y musculosa; la estampa simple de un artista completo que no precisa de posturas.
“Todos tenemos nuestras limitaciones y nuestros fantasmas, pero uno debe hacer lo que siente”, le dice a Por el País el artista que fue capaz de tallar en arena una ballena de 12 metros de largo en Puerto Pirámide para que luego el viento o la lluvia la vuelvan a convertir en granitos de arena. Es esa una de las tantísimas obras que Arce ha hecho en todo el país y en el exterior hasta convertirse en la referencia nacional del arte en este material.
El hombre de arena
Su historia con la arena empezó así: a pedido de sus hijos siempre hacía una figura, en las largas tardes de las vacaciones. “Pero un día empecé a compactar un poco la arena y me di cuenta de que estaba bueno el material para trabajarlo. Investigué más. Hice figuras grandes y supe que me encantaba hacer un objeto gigante que no tuviera que transportarlo primero y guardarlo después. Me encanta que el mar se la lleve porque es una oportunidad de hacer algo nuevo”, dice.
En la arena, Alejandro Arce, nacido en San Carlos de Bariloche, Río Negro, hace 51 años, encontró una oportunidad de expresión como en ningún otro material. “Y es uno que se adapta a su necesidad de soltar ese sentimiento que se le convierte en figura y que de otro modo no tendría cómo salir». Su vehículo son dos manos fuertes, de dedos vigorosos que estrecha apenas entramos a su casa. “No puedo estar esperando a comprarme un mármol para expresar lo que siento. Porque cuando me llega el mármol ya esa necesidad cambió y quiero hacer otra cosa. No puedo proyectar en el largo plazo con que tengo ganas de hacer ahora”, grafica.
No tiene un método de trabajo rígido: trabaja con objetivos. Puede quedarse hasta muy tarde creando o empezar muy temprano con una idea que tenía apretándole la cabeza. “El arte es una necesidad para mucha gente. Yo no puedo concebir mi vida sino fuera haciendo arte. Me levanto con un sentimiento y necesito expresarme. Entonces elaboro una obra como modo de expresión”, explica.
El lugar de la esperanza
No se queda quieto Alejandro Arce. En su estudio, una especie de laboratorio super ordenado, tiene todo lo que necesita. Una mesa de trabajo con lápices afilados y pinceles ordenados, con sus cajas ordenadas en estantes ordenados, sobre las cuales hay cajas y sobres que también están ordenados. Son esas sus cajas mágicas, donde tiene todo para destapar la curiosidad de sus alumnos. “Quiero que algo se mueva en los alumnos para motivar la necesidad de hacer algo”, explica. Su idea es desaparecer: que los chicos no vean a un profesor que sabe sino al jefe de un laboratorio de ideas que ellos ponen en práctica. “Trabajo mucho con lo que me parece que no hay que hacer”, dice.
De chico despertaba antes que nadie y antes que el alba y dibujaba en un cuaderno, en plena soledad, en El Manso, un paraje ubicado entre Bariloche y El Bolsón. Era su fiesta secreta. A los 10 años se fue a vivir al campo y la escuela alemana que sólo le dejó sinsabores le abrió la puerta a una escuela rural con todos los alumnos en un mismo grado, donde la directora era su tía y la tarea era ayudarle a los compañeros de los grados inferiores. Ahí supo que le gustaba enseñar.
En muchos, el arte tiene una concepción íntima de la obra, pero en Arce la relación con lo social es fuerte, casi determinante. En los años 2000, cuando empezó a despuntar la crisis, diseñó flores gigantes y silvestres de la Patagonia y hombres fantasmagóricos desarmados por los torbellinos de la crisis.
Existe algo más allá del hecho de concebir una obra y soltarla, algo más profundo: la mirada del espectador. “La mayoría de la gente se lleva la obra porque sabe que no va a estar más, entonces la mira de una manera distinta y recuerda detalles que ni yo recuerdo. Es más, la gente inventa. La que medía cinco metros la gente cree que medía 14. Y eso es un acto creativo, porque no tiene necesidad de mentir porque no la hizo él, pero inventa porque esa persona hubiera querido que la obra fuera así. Nunca me imaginé que una obra en arena cumpliría esa función de interactividad que yo estaba buscando para que el público pudiera llevarse algo más allá de la vista”.
Arena y más
A la luz de afuera se la lleva la noche, la ventana se vuelve un espejo que refleja los libros, las lámparas, los lápices, el gato y al propio Arce cebando mates en un jarrito enlozado que quema los dedos. No vive solo de arena Alejandro Arce; ahora trabaja con objetos que anima con material que recupera de la calle. Inauguró su serie de objetos animados de cartón donde le da movimiento a la mirada de Milagro Sala. “Con estos objetos busco otros lugares, busco el lugar de la esperanza”.
No recicla, porque no cree en esa palabra, sino en la recuperación de materiales para ponerlos en un uso real y útil. “No me gusta eso de ponerse la consigna de hacer algo con material de descarte para crear una nueva obra que no le sirva a nadie, o sea, para crear basura. Yo le llamo recuperación de material. Está lleno de gente que recicla y hace con tapitas por ejemplo porquerías teóricamente lindas que no hacen más que apilar la basura en otro lado y con otra forma”.
Tal vez el despojo que siente Alejandro Arce cuando deja una obra monumental haya empezado hace mucho tiempo. Alejandro creció en una casa que adoraba, en la Patagonia. En ella dejó las cosas -todas- que tenía miedo a perder en sus viajes por diferentes latitudes. Un día volvió y a la casa y a sus cosas -todas- se las habían tragado las llamas de un incendio. “Guardaba cosas y siempre pensaba en esas cosas, al punto de torturarme. Cuando se quemó la casa perdí todo y me di cuenta de que no pasaba nada. Es más; me había sacado un peso de encima porque ya no pensaba en esas cosas.”
Ese incendio fue aleccionador: Arce supo que podía soltar todo porque todo volvía. O porque nada era de uno.
Por eso este aparente hecho demencial de comprimir cientos de metros cúbicos de arena para modelarlo recibe, del otro lado, una provechosa devolución. En Comodoro Rivadavia, un chico apoyó las manos en la cintura y lo miró. Lo miró fijo. Alejandro se detuvo un segundo mientras hacía los pingüinos, los pumas, los troncos petrificados. Miró la pila de arena y le dijo que había más animales que los tallados por Arce. “La gente empieza a pensar la obra desde otro lugar. En el proceso de realización hay mucho esfuerzo. Hay gente que viene y te dice que no puede creer que lo vas a dejar que se rompa, que se desarme por la lluvia y el viento, que se lo lleve el mar. A esa gente le respondo que ocurre lo mismo con los seres humanos. Y se quedan mudos”, dice Alejandro Arce, el hombre capaz de demostrar en una obra que el arte que dura un momento es arte para siempre.
Fotos: gentiliza Julieta Steimberg