«Podría decir que la locura o la muerte son casi los temas esenciales de la literatura. Debe ser porque tenemos una franca tendencia a morirnos los seres humanos», afirmaba Abelardo Castillo en diciembre de 2016, cinco meses antes de ser vencido por esa muerte tan esencial.
Tenía 82 años cuando una infección postoperatoria le robó la vida en la Ciudad de Buenos Aires, donde había nacido en 1935. Ocurrió la noche del 1 de mayo, apenas a cinco meses de publicar «Del mundo que conocimos», una selección personal de sus cuentos que funcionan como una suerte de mapa íntimo.
Fue una de las figuras más relevantes de la literatura argentina del siglo XX. Incursionó en todos los géneros literarios y se destacó también por su fuerte compromiso social y político en revistas como El escarabajo de oro, El ornitorrinco y El grillo de papel.
Nacido en San Pedro en 1935, Castillo escribió novelas, cuentos, teatro, ensayos y poesía. Autor de textos ya clásicos de nuestra literatura como «Israfel», «El que tiene sed» y «Crónica de un iniciado», entre otros.
Con relación a la publicación de su último libro, Abelardo contaba a Télam que:
¿Por qué no considera a este libro una antología?
-Abelardo: La palabra antología pertenece más a la editorial que a mi propósito. Yo lo pienso más como un mapa personal, aunque hubiera sido un poco petulante que se llamara así. Nos hemos acostumbrado a que la antología es una selección que tiene un valor de los méritos, y eso es lo único que no puede hacer un autor: uno no puede decir cuáles son los mejores, sino los que han significado algo al momento de escribirlos. Lo que hice fue optar por una solución que me quedaba muy cómoda: les pedí a mis alumnos de taller que hicieran una lista de los cuentos que les gustarían que se publicaran en una selección. Hay otros que están por razones más personales que literarias.
¿Como «La madre de Ernesto»?
– Abelardo: La anécdota de ese cuento no es mía, me la contó un compañero del colegio secundario; en las primeras ediciones salió dedicado a él. Como murió hace muchos años, quería rendir tributo a mi adolescencia, que está representada por nuestra amistad. En otro de los cuentos, «Los ritos», pasa otra cosa: si el lector se fija el año de publicación puede ver que coincide con la época en que escribí «Crónica de un iniciado». Lo que yo sentí con ese cuento es que por fin había encontrado la prosa que me permitía escribir la novela. Era una cuestión íntima pero algún lector puede advertirlo: si ves la superficie del cuento te das cuenta que es la novela contada de otro modo.
También se produce un interesante contrapunto en los cuentos «Also sprach el señor Núñez» y «Patrón», son como dos universos distintos en términos de tema, estética y tratamiento
– Abelardo: En «Also sprach el señor Núñez» aparece el el absurdo, la alienación y lo apocalíptico. Son parte de mi época. Lo escribí en el 57, era el esplendor de la obras de Camus. Estaba influido por la literatura francesa y el existencialismo, que es de alguna manera mi modo de ver la realidad, pero también está presente la literatura de Arlt. Mi generación no había leído a Arlt sencillamente porque no estaba publicado; se lo conocía como periodista. Recién hacia 1959 la editorial Losada empieza a publicar sus obras. Ese tono, que hoy es contemporáneo, en lo personal es el cuento donde yo descubrí la posibilidad del humor. «Patrón», en cambio, fue mi búsqueda de otra cosa: un tipo de cuento menos breve. Un tema que no me tocara personalmente.
En «El tiempo de Milena» creo advertir una cierta respiración cortazariana
– Abelardo: Ese cuento es algo así como una meditación acerca del paso del tiempo. En cuanto a los elementos fantásticos, más que Cortázar, a quien admiro profundamente, es tal vez una deuda con la literatura fantástica inglesa, es un cuento en esa tradición. Con Cortázar pasa algo interesante: por mi edad, lo leí tardíamente. Cuando lo leí por primera vez, ya existía buena parte de lo que sería mi obra. «Israfel», por ejemplo, es la vida de Poe. Mucho después me enteré que una de las tantas selecciones de la obra de Poe que yo había leído había sido traducida por Cortázar. Cuando lo conocí, hacia el 60, por sus libros, era absolutamente desconocidos en la Argentina. La primera crítica seria a «Las armas secretas» se la hice yo. Pasó algo muy curioso: quedamos en intercambiar unos cuentos. Yo le mandé «Historia para un tal Gaido», y el me mandó «Continuidad de los parques». En ese cuento el lector es muerto por un personaje del libro; en el mío, el autor es asesinado por uno de los personajes. Eran muy similares. Fue algo que conversamos mucho con Cortázar.
El tema de la muerte aparece, de diversas maneras, en todos sus cuentos
– Abelardo: No sé cuáles son mis temas esenciales. Podría decir que la locura o la muerte, pero son casi los temas esenciales de la literatura. Debe ser porque tenemos una franca tendencia a morirnos los seres humanos, por eso nos tiene a todos preocupados el asunto. Muchas veces he reflexionado por qué nos influye tanto. Hace muchos años estaba en Córdoba, tenía 25 años, fui a un congreso de cuentos cuando todavía no había publicado mi primer libro. Ahí vi una cara femenina. Alguien contó una historia que decía que un buen cuento es un hombre encerrado en una habitación, solo tocando el clarinete, que de pronto se tira por la ventana. Es extraordinario todo lo que encierra eso. Ni bien terminó el congreso empecé a escribir lo que sería una novela que me llevó 30 años de reflexión. No puede ser que de las cosas que me pasaron en Córdoba solo recuerde una cara y un cuento. En ese sentido, creo que la muerte es el tema casi por excelencia. La necesidad de combatir la muerte es casi lo que explica un libro monumental como «En busca del tiempo perdido».
¿Cómo ha sido su relación con la escritura en el tiempo?
– Abelardo: No es algo que haya reflexionado en un sentido riguroso. Lo que siento es que cuando empecé a escribir mi acceso a la literatura era por agregación, escribía de todo: poemas, teatro, un diario, cuentos, todo era para escribir. Con el tiempo empecé a escribir por extracción. Ya sabía qué era lo que podía escribir. Cuando encontrás tus límites también encontrás la literatura. Todas la formas me daban el mismo trabajo, pero de algunas yo me sentía más cerca.
Siempre quise ser poeta, pero creía que me iba a morir a los 23 años; ahora tengo 81. Hay un momento en que entendés que las obras llevan mucho tiempo, y una manera de vivir es vivir escribiendo. El otro momento donde descubrí la escritura de verdad fue en una entrevista que nos hicieron a Borges y a mí en una antología. Yo era el menor, Borges era el mayor en todos los sentidos. Ahí nos preguntaban cuándo escribíamos. Yo conté las razones por las que escribía de noche. Pero yo quería saber qué iba a decir Borges. Ante esa pregunta, dijo: siempre. Ahí me di cuenta: un escritor escribe siempre, aunque no escriba. No es el acto de escribir lo que te define como escritor, es tu manera de ver el mundo. Ahí entendí lo que es la escritura: no importa si no escribís durante un año, ya escribirás, porque si estás mirando la realidad desde la literatura, eso va a ir a parar a un libro. Que ese libro sea publicado es accesorio. Muchos grandes escritores han prescindido de la publicación. En mis talleres siempre digo lo mismo: si lo que quieren es publicar no vengan. Esto es para los que quieren escribir.
¿Cuál es tu idea sobre la poesía?
– Abelardo: Para Aristóteles todas las formas literarias son formas de la poesía. No creo en un escritor que no tenga como núcleo la poesía. No importa si escribe poemas. El propio Bradbury declaró alguna ves en sus consejos a escritores que antes de sentarse a escribir un cuento lean un poema.