Jorge tiene manos ásperas y coloradas por el frío de Colonia Suiza, traducido en una pertinaz agua nieve que cae como punzones a las 11 de la mañana. Usa remera y se mueve con seguridad, como si estuviera repitiendo una coreografía: hace malabares con la carne de cerdo, pollo y vaca. La troza sin cuidado y tira las porciones en fuentes que dispone junto con las verduras a las que luego tapará con tierra. Las piedras calientes harán el resto; serán las que cocinarán lo que decenas de personas esperan ansiosas: el milenario curanto, leyenda patagónica de los Goye, familia suiza que creó una colonia a 25 kilómetros de la ciudad de Bariloche, a orillas de los lagos Moreno y Nahuel Huapi.
«Hago curanto desde los 12 años. Me enseñaron mis abuelos y ahora le enseño a mi nieto Nacho de 13», explica Jorge «El Gringo» que no porta el apellido pero si la sangre Goye y forma parte de una dinastía familiar de esta forma de cocinar. El Gringo habla fuerte, sin dejar pausas y cuando sonríe abre del todo sus ojos celestes. «Lo preparamos todos los miércoles y domingos del año, pero desde noviembre en adelante le sumamos también los viernes», cuenta. Y enumera las ciudades del país en las cuales demostró este modo de cocinar carnes y verduras.
El secreto del curanto podría ser justamente que no tiene grandes secretos: el Gringo -una suerte de embajador nacional del curanto- asegura que sólo se necesita tener el espacio y los elementos. «La estructura armada», dice. Hay que hacer un hoyo en la tierra y encender el fuego entre las piedras calientes. «Una hora de fuego y una hora y media de cocción», dice Jorge . Una vez que se cumple la hora y las piedras tienen el suficiente calor hace un colchón de maqui -árbol patagónico-, echa la carne y las verduras, tapa con una tela de arpillera y lo cubre de tierra. Risueño Jorge describe así al curanto: «Es el microondas mapuche».
Pero el curanto no es sólo una manera de cocinar, es una forma de recordar una técnica usada hace más de 11 mil años en Chile, que luego llegó a Colonia Suiza de la mano de la familia Goye -14 hermanos- que se encargaron de adaptarlo al estilo argentino: cambiaron el marisco chileno por la carne y comenzaron a usar hojas de maqui en lugar de las gigantes hojas de pangue.
«Las hojas de maqui son más chicas que las de pangue y eso es bueno porque permite que los líquidos de los alimentos puedan filtrarse. Así la carne sale menos hervida», explica Diana, una mujer que parece haber cocinado desde siempre y que hoy se encarga de las verduras. Le preguntamos si salan los alimentos. «No hace falta. Se cocinan en sus propios jugos y salen deliciosos», dice. Para Diana las hojas de maqui le dan un sabor que por lo general no necesita condimentos.
Mientras un perro San Bernardo roba sonrisas y un cóndor vigila desde las alturas, el curanto empieza a cocinarse: piedras ardiendo a 340 grados durante la primera hora y luego a 175. Varios kilos de carne trozada, zapallo plomo relleno de queso y arvejas, papas, batatas y zanahorias. La tierra, como una noche sin luna, cubre esta costumbre milenaria que es ya un símbolo de Colonia Suiza, Capital Nacional del Curanto.
Minutos antes del puntual y esperado destape del curanto, a una hora y media del inicio, Jorge hace sonar una campana. Los curiosos turistas se apiñan para ver, filmar y fotografiar el momento como si se tratara de un experimento. El humo impregna las bufandas y se mete en la piel. Jorge se quita la gorra, rasca su cabeza y vuelve a colocarla. Sabe que llegó el momento. Y nosotros también.
Un joven -pala en mano- quita la primera capa de tierra. El vapor crece y el perfume a batata y zapallo endulzan el aire helado. La escena parece una foto: no hay ruidos y nadie se mueve. Hubo un impulso de aplaudir pero el filoso silencio me ató las manos. Cuando quitan las telas de arpillera queda por fin el curanto al desnudo. Y Jorge y Diana sumergidos en un vapor con olor a maqui.
Diana acomoda las verduras y Jorge troza, a mano y filo de techuela, acomoda en bandejas un trozo de pollo, uno de vaca, uno de cerdo, un chorizo, papa, batata, una salsa criolla y zapallo con queso de cabra. Diana entrega el tesoro y lo acompaña con pan y cubiertos. Los intrigados turistas se acomodan en el comedor, refugio obligado con las temperaturas bajo cero.
Puede decirse que la carne no es muy diferente a otros tipos de cocción, que las verduras mantienen un fuerte sabor a humo y que las porciones no son muy abundantes. Pero lo que es innegable es que uno siente que está participando de un ritual milenario, una costumbre de los mapuches y araucanos que dialogaban con la tierra en épocas donde no existía el turismo, las fotos, ni los videos; apenas la necesaria costumbre de armar el curanto.