Hay mosquitos, hay viento, hay calandrias, hay caldenes, hay matas de pastos amarillos sobre una alfombra verde, hay teros, hay ñandúes, hay pájaros carpinteros. Pero ahora, cinco de la tarde de un sábado de otoño, no hay ciervos. Ni uno solo de los 1500 que, estiman, viven en este Parque Provincial Pedro Luro, de La Pampa, la reserva de caldenes más importante del Planeta y uno de los pocos lugares del mundo en donde tiene lugar el espectáculo de la brama de los ciervos, el grito con el que cada otoño forman su harén.
“Esperemos acá porque afuera nos olfatean y no vienen”, dice Lautaro Córdoba, que durante siete años fue guía de este parque y ahora es Director de Áreas Protegidas con Uso Turístico de La Pampa. Su título de fanático de este lugar no cuelga de ninguna pared, pero lo tiene. Lautaro nos aconseja un refugio semicerrado del parque donde por primera vez, hace 108 años, Pedro Luro trajo ciervos colorados de Europa. Desde este lugar se extendieron al resto del país.
Caminamos. Los senderos se abren y se cierran de vegetación en un campo ondulado y minado por los pozos que hacen los tucu tucu, pequeños roedores. El sol ya no es sol. Las nubes han hecho de él un círculo translúcido que preludia la lluvia de mañana. Hay pasto recién comido y en medio de una parte cerrada del bosque se ven las huellas: excremento, la tierra tibia, las pezuñas calcadas en el barro. Están cerca.
De repente el aire, que hasta entonces portaba sólo silencio, se quiebra: es un ciervo que brama y otro le responde. El bramido es el alarido del ciervo, la música del otoño en el Parque Luro, un quejido grave que se prolonga por varios segundos y rompe el cristal del silencio.
“La brama es el período reproductivo del ciervo colorado. El foto-período, la luz del día, determina un proceso hormonal que desencadena el celo de la hembra. Eso ocurre una vez al año, a partir de marzo y hasta finales de abril. El ciervo macho, al detectar el celo, va hasta el territorio donde ella está todo el año, zonas abiertas con agua y pastos de buena calidad donde la hembra cría a su descendencia”, dice Lautaro.
El macho vive entre machos todo el año, en bosques bajos y cerrados, cerca de la zona del salitral del parque, en grupos de dos o tres. Sólo se acercan a las hembras en otoño, cuando luchan por formar su harén.
A partir de las 18 y hasta las 9 del otro día el idioma del ciervo es la brama. Con el bramido se comunican, se marcan el territorio, se avisan si tienen formado su harén, se desafían. “Entre ciervos equivalentes en tamaño y cornamenta se dan las peleas”, cuenta el guía.
Los bramidos del ciervo parecen rebotar en paredes que no hay: son 7600 hectáreas de bosque de caldén, piquillín, molle, cardo, entre otras, y más de 160 especies de pájaros. “En época de brama no se puede dormir acá”, confirma Lautaro, que vive en el parque. Al crepúsculo, los ciervos se asoman debajo de su ventana y se quedan cerca de las cabañas toda la noche. Entonces ya no son ciervos; son dos luces pequeñas que brillan con la linterna.
Tierra de ciervos
Amanece con un sol recortado otra vez por nubes. Detrás de los árboles, pegado a la calle de salida del parque, se ve algo que la falta de luz confunde. A los segundos se sabe: es una hembra. Al lado hay otra, una a la derecha, otra a la izquierda, una adelante. Comen el pasto ocre del otoño pampeano. En esta época, donde hay una hembra hay un macho, que viene detrás cerrando la fila. Come y luego levanta la cornamenta con aires de centinela.
Cuando la hembra siente los pasos del intruso activa su instinto y deja de comer. Se asoma entre las ramas desfoliadas de un caldén como si estuviera mirando por la ventana para ver quién llama. Todos nos quedamos quietos: ellas, el guía, el macho, la fotógrafa, este cronista.
En estos meses los machos son capaces de no comer: se pasan el día luchando entre ellos, haciendo chocar las cornamentas -desprenden un ruido fortísimo, como a maderas rotas- o copulando con las hembras que se hayan ganado.
La clave para el avistaje de los ciervos es el viento. Él es quien lleva o deja quietos los pasos, los olores, los ruidos que avisan la presencia del visitante, percibidos siempre por la hembra. Cuando la lente de la cámara apunta y dispara, aunque esté a varios metros, ella escucha, todos dejan de comer y se van al monte, desde donde saldrán a la tarde. Ahora aparece un sol tibio. Todo será silencio hasta que otra vez brame el ciervo, amo y señor del bosque pampeano.