Abril de 1982. El Estado Mayor emite la orden de embarque para la Compañía de Ingenieros de Combate 601. Van oficiales, suboficiales y sargentos pero también viajan colimbas con días de instrucción. Uno de ellos tiene 18 años años y es del barrio El Gaucho de Burzaco, zona sur del Gran Buenos Aires, adonde aún vive: se llama José Francisco Marcovich. Es un joven con sueños modestos que no tiene ni idea de adónde lo llevan. “Nos decían que íbamos a ir a Malvinas como un premio, pero que no iba a haber guerra porque ellos decían que los ingleses no iban a ir a combatir”, cuenta desde la vigilia que anoche realizó en Adrogué, al cumplirse 35 años de la Guerra de Malvinas.
El vecino de Burzaco había entrado al Servicio Militar el 18 de febrero de 1982 y el 10 de abril -51 días después- lo esperaba el avión para viajar a esas islas que había visto en los mapas de la escuela primaria. Antes de partir, le dieron 16 horas de franco. Francisco se fue de Campo de Mayo a Burzaco, comió uno de esos guisos con que Emilce, su mamá, trataba de sostener a sus 16 hijos. Era la despedida.
Cuando su madre, una correntina que en pocos días cumplirá 76 años, supo que su destino eran esas islas perdidas entre el mar y el viento frío trató de evitarlo. “Lo agarró del brazo a mi papá y le dijo ´que no vaya´. Nunca la había visto a mi mamá ponerse así. Yo le dije que no quería ser desertor. Salí de Burzaco a las cuatro de la mañana, casi sin dormir. A las siete nos subieron al camión, de ahí a El Palomar; donde nos esperaba el avión”.
Viajó a Comodoro Rivadavia, lleno de incertidumbre. En el aeropuerto de esa ciudad los esperaba otro avión que ya estaba en marcha. Fue sentado en el piso. En dos horas pisó Malvinas. Antes de bajar el piloto les mostró las islas desde arriba: la turba que iba a pisar, los contornos de la Gran Malvina, las formas de la Gran Soledad y el estrecho de San Carlos. Tal como se veían en los mapas.
“Bajar del avión en Malvinas fue como llegar a otro mundo. Hacía un frío y una llovizna que nunca habíamos sentido. Nos dieron una campera verde, que era abrigadita hasta que se mojaba, unas antiparras, un sandwich y un paquete de cigarro”, recuerda. Colgaba de su hombro un fusil tipo FAL cuyo número de serie Francisco recuerda de memoria: 36064, un arma vieja y rota por los “bailes” a los que los jefes militares habían sometido a quienes la habían usado antes.
“Aprendimos allá, nunca habíamos hecho nada parecido y había que hacerlo bien porque te tenían cagando. Era un régimen muy parecido a los presos pero obedecer era la manera de pensar que uno iba a salir de ahí”, dice ahora. La tarea de la compañía -responsable de la voladura del Puente Fitz Roy- eran minar los campos. “Laburamos como locos poniendo minas y hacíamos trincheras pero enseguida brotaba el agua. Vivías mojado”, narra.
A pesar de esos horrores deja en claro algo: “Argentina nunca se rindió. Fue un cese de fuego. No sabíamos qué pasaba pero había cables de radios rotos por los bombardeos. En Puerto Argentino nos dicen que a la mañana hubo cese de fuego pero combatimos hasta las 14. Cuando llegamos al pueblo vimos gente llorando, abrazada. Fue un alivio y un dolor terrible en el pecho. Rompimos todas las armas, tiramos granadas al agua, prendimos fuego las banderas para que no se las queden los ingleses. Estuvimos siete días presos porque teníamos que entregar el mapa de los campos minados”, revela.
Contra el olvido
“Una guerra es el peor error del ser humano, es lo más parecido al infierno. En la de Malvinas sobró astucia y valentía del lado argentino: por cada uno de nosotros había 10 soldados ingleses profesionales, militares de carrera peleando contra colimbas como nosotros”, afirma.
Para Francisco y para la mayoría, a la Guerra de Malvinas le siguió la guerra contra el olvido. “Muchas veces me pregunté para qué quedé vivo. No conseguíamos laburo, nos desdeñaban porque éramos los chicos de la guerra. Y nosotros, por eso, ocultábamos que habíamos ido a Malvinas”.
Algo tiene muy claro Francisco: que toda mala experiencia tiene algo bueno. El transmite eso en charlas que da en las escuelas. “Apostamos mucho por la juventud de nuestro país. Algunos no quieren dar charlas. Todos llevamos la mochila de una manera diferente. Pero trato de transmitir que la vida es tan cortita que hay que quedarse con lo bueno. La vida pasa volando. Parece que fue ayer que ocurrió ese infierno que fue la guerra”, dice.
Hay escenas vividas en la guerra de las que se quiso olvidar. “Intenté olvidarme de muchas cosas. Pero dejé de pelear contra los recuerdos porque al final no pude olvidarme de nada”, reflexiona ahora.
Integra el Centro de ex Combatientes de Almirante Brown, pero también frecuenta el de Quilmes, con quien filmó tres cortometrajes. “Los ex combatientes les debemos mucho a la sociedad que nos aplaude con mucha calidez en los desfiles y eso es reconfortante para el alma. El verdadero ex combatiente está en deuda con la sociedad que nos ayudó, vendió sus anillos de oro, sus aros, para donarlos para que nosotros podamos comer. No me quedo con quien se robó eso, me quedo con el gesto hermoso de dar”.
Francisco es padre de una mujer de 32 años, también es abuelo de un niño hermoso con ojos tiernos y vivaces, pero sobre todo es un hombre que se ha puesto de pie después de una guerra que aún aparece como una herida abierta y sangrante de la historia argentina.
Por: Esteban Raies / Brown On line