La Pampa: conocé al genio del caldén

Cuando uno conoce la obra de Gustavo Damelio, cuando lo ve acariciar la madera mientras habla, cuando se lo escucha decir que desde chico lo atrae la madera del caldén y que este oficio no se puede enseñar porque esto -libros, mates, camas, mesas, sillas- sale del alma”, uno está convencido de que Gustavo hace artesanías desde que nació. O aún antes. Pero la sorpresa llega cuando este artista pampeano cuenta su historia con el caldén.

La tarde murió hace dos horas en Macachín, un pueblo silencioso a 100 kilómetros de Santa Rosa, en La Pampa. Las hojas que recubren las veredas bailan para avisar que el otoño es dueño del barrio y del clima. El campo y sus ovejas tienen ahora un tinte violáceo iluminado por las estrellas que en esta zona son bolas gigantes que titilan como luciérnagas.

Gustavo sonríe cuando nos ve llegar. Lleva una remera a pesar de los diez grados de sensación térmica y un jean gastado. “Los estaba esperando”, dice, y lo comprobamos cuando entramos a su casa: la pava está en el fuego. El mate lo hizo él con madera de caldén, el árbol autóctono de La Pampa; al igual que el banco de tres metros que está en el living, el marco de un cuadro donde se ve un paisaje pampeano, el atril con un libro tallado a mano y una bicicleta a la que sólo le falta madera en las ruedas. En su habitación, el respaldo de la cama y las mesas de luz -todo en una sola pieza, sin cortes- las hizo en esa misma madera que nace del árbol más pampeano: el caldén. “Cuando era chico me atraía el caldén. Y eso nunca dejó de pasar”, afirma.

Tomamos unos mates mientras caminamos hasta el lugar elegido por él para contarnos sus secretos: el taller. “Perdón por la desprolijidad, no tuve tiempo de ordenar”, avisa Gustavo. Lo que se ve tiene un orden casi geométrico aunque a él le suene en crisis. En crisis estaba el país cuando él selló su amor por el caldén. En 2001 la crisis se llevó puesto el negocio histórico de su familia, el taller mecánico y la venta de autos. “Siempre fui fierrero, no tenía contacto con la madera. Comencé a hacerlo a los 40 años como una manera de descargar la bronca por la crisis. Primero un mate por día, después dos. Hoy vivo de esto y para esto. Me da vida y muchas satisfacciones”.

En tres de las cuatro paredes cuelgan martillos, serruchos, llaves de varios tamaños, tornos, pinzas, reglas, lijas y un papel que le avisa los pedidos pendientes. Hay tres mesas que sostienen sus trabajos y una lata -que alguna vez fue de tomates- con fibras y lapiceras. Todo está cubierto por madera y aserrín.

Gustavo habla también con las manos. Y sonríe. Cuenta que le gusta combinar diferentes materiales con la madera, como el hierro y el vidrio, y muestra las fotos de un juego de sillones que hizo combinando caños de escape curvos.

El Caldén es un árbol en extinción, por lo cual Gustavo tiene una tarea difícil para comprar la madera: “tengo autorización en algunos montes y saco la madera de los árboles caídos. Voy a un aserradero del pueblo y lo hago cortar dependiendo del uso que le vaya a dar”, cuenta.

El producto estrella es el mate: “Primero hago el agujero de la manija y del centro. Lo hago al azar, sin mediciones exactas”. Siete minutos es el tiempo que demora en transformar un trozo de madera amorfo en un mate con nervios y volutas que hizo con esas manos que ahora mueve mientras habla. Sus mates son la bandera de la provincia del caldén. Tanto que hasta el mismísimo Papa Francisco tiene uno en el Vaticano. 

Los hace con detalles en alpaca incrustada, tallados y personalizados. Todo el proceso es artesanal y ninguno es igual al otro: “No estoy más de dos horas seguidas haciendo mates porque no quiero automatizarme y hacerlos todos iguales”, dice, moviendo las manos, claro.

¿Cuál fue el pedido más raro que te hicieron?, le pregunto mientras cebo un mate para apaciguar el frío. “Hace unos años Cristina Kirchner visitó la localidad de Carhué y me encargaron algo simbólico para regalarle. Le hice una llave de madera de almendro con letras en plata y piedras de ónix, y un cofre de madera de cerezo para guardarla”.

Le propusieron dictar cursos, pero se sabe: la pasión no se puede enseñar: “No tengo la capacidad de enseñar, y por otro lado es imposible enseñar esto. Yo hago una línea donde voy a cortar, y termino cortando en otro lado. Es muy difícil de explicar, yo no sé lo que voy a hacer. Improviso y sale lo que está en mi cabeza”.

El artista Miguel Ángel dijo una vez con respecto a su obra que la escultura ya estaba dentro de la piedra, y que él no hacía más que eliminar el mármol que le sobraba a la forma que latía adentro. Algo así le ocurre a este artista pampeano cada vez que está creando: al ver un trozo de madera sabe qué deberá quitarle para mostrar esa otra forma que esconde: un banco, una silla, el marco de un cuadro, un mate, una bicicleta. No hay límites.

Las estrellas iluminan el camino mientras nos alejamos de la casa de Gustavo. Nos llevamos un sabor dulce en la boca. Ese que dejan las buenas charlas acompañadas por mates bien cebados. Ese sabor dulce de haber conocido a un artista que mueve sus manos y no deja de crear.