Apenas aprieto la mano a Carlos sé cómo terminarán estos días por el hermoso departamento Castro Barros al que llaman “la Costa riojana” aunque no haya mar alguno: será alrededor de una parrilla, asando lentamente un cabrito glorioso, regado con vino de acá. Exactamente eso ocurre tres días después, en una noche fría, con un bonarda que nos acaricia.
En estos tres días se nos dará a conocer la historia de una bodega estatal renacida. Y también la historia de tres de sus empleados, todos de la zona, capaces de asumir funciones importantes gracias a una particular mirada de la gerencia: lograr que aprovechen la oportunidad de trabajar acá, de vivir acá, de crecer y de aprender.
Brindar una oportunidad
Cuando el equipo de Por el País llega a Aminga todavía no hay hojas ni zarcillos, sino savia que corre sigilosa entre las venas de las parras. Es una época de intenso trabajo en la Bodega de Aminga, una de las joyas productivas del Estado riojano. Por estos días, la tarea es terminar de podar y atar. Por eso es difícil verlo quieto a Martín, el encargado de la finca. Está atento al teléfono y aunque se presta a la charla y al almuerzo reparte su atención. Aprendió viendo y escuchando a ingenieros agrónomos y otros compañeros experimentados cuando era empleado de San Huberto, la otra bodega de la región.
“En una buena poda se inicia todo. Una buena poda equivale a una buena cosecha”, dice en un perfecto riojano, es decir, volviendo esdrújulo todo aquello que no lo sea. La apuesta de Martín Álvarez era quedar como empleado efectivo de San Huberto, pero tras 15 años no lo logró y llegó a la Bodega de Aminga desencantado de las promesas. Fue aquí, donde arrancó en 2017, que recibió la oportunidad de su vida. “Empezamos a trabajar duro y hemos demostrado que la bodega es rentable y puede generar ganancias”, se enorgullece ahora.
Por estos días de finales del invierno de 2024 la finca se prepara para la “temporada”. Esto es combatir las hormigas, fortalecer el riego y acompañar el nacimiento de la uva hasta que en febrero llegue el momento de la cosecha. Esta bodega fundada en 1948, que había estado cerrada y abandonada por casi 30 años, se reabrió en 2012 y fue necesario plantar una finca para abastecerla. Las viejas plantas de uva que abundaban en el departamento Castro Barros habían sido reemplazadas por nogales y olivos. La nueva finca se bautizó con el nombre de Pampa del Viento y consta de 58 hectáreas. La mitad de la plantación es con sistema de conducción de espaldero y la otra mitad parrales. Dos perforaciones propician el riego por goteo en un terreno de buenos vientos y escasas pestes.
Tras la poda y el atado comenzará a pensar en riego y hormigas, declaradas no gratas en todas las producciones. “Si las hormigas se comen el brote, cuando la planta rebrota, ya la pérdida es grande. Hay que lograr que el brote tenga 20 o 30 centímetros y que la hoja se haga dura sin que la toque una sola hormiga”, se ilusiona. Sus compañeros, Lucas y Carlos, asienten con la cabeza.
“Tener la uva madura es como tener una papa caliente”, dice Martín. Y recuerda una temporada en la cual una lluvia abundante e imprevista les hizo perder 2,5 hectáreas de uva lista para hacer vino. “Se aflojaron los cabezales y cedió todo el parral”, se lamenta.
De pura cepa
Carlos es Carlos Reinoso. Dirá enseguida una frase como si quisiera dejarla escrita para la posteridad. “No puedo ver a nadie cortar un vino de aquí”. Se le recuerda aquella frase del Gato Dumas. “El vino con jugo o gaseosa es un trago. Cuanto más rico el vino, más rico el trago”. Pero la niega con varios movimientos de la cabeza, hacia un lado y el otro; no quiere saber nada, ni con el Gato Dumas ni con que nadie toque ni una sola gota de los 450 mil litros que cada año producen en esta bodega.
Lucas se deja llevar –además de por el fútbol- por sus tres vinos favoritos: malbec, bonarda y el torrontés dulce que sacaron al mercado el año pasado. “Va como trompada a lo oscuro”, bromea.
“Ninguno de nuestros vinos falla”, sentencia Carlos, dispuesto a dejar frases definitivas en la tarde plomiza de Aminga. Enseguida sabremos por qué: el hombre tiene ADN viñatero y, además, se dedica a la venta. Su tío hace en Colpes, Catamarca, un vino patero que la familia bebe pero a él no le quita el sueño. “A ellos les gusta”, dice Carlos, que reconoce que le fue cambiando el paladar desde que trabaja en la bodega. “En las exposiciones y ferias uno aprende mucho, intercambia, prueba y el paladar se va haciendo”, dice.
Los empleados de esta bodega cultivan la uva, hacen el vino y salen a venderlo. Desde hace algo más de cuatro años, por decisión empresarial, quienes presentan el vino al público en cualquier evento son los mismos hacedores. Son ellos, Martin, Carlos, Lucas y alguno de los otros compañeros si le pierden el miedo al avión y a pasar, a veces, una semana lejos de Aminga. Fueron capacitados en el mismo campo de trabajo y el público con el que han intercambiado en Caminos & Sabores o en Delicatessen & Vinos Córdoba agradece la pasión con que estos pibes comunican el vino que producen. No estudiaron Sommelerie, algunos todavía deben materias del secundario y hasta les cuesta diferenciar formas correctas de escribir, pero conocen todos los pasos de la elaboración de vinos y la han vivido en carne propia; nadie se los contó.
Lucas es Lucas Rodríguez, tiene 30 años, dos hijos de 3 y 10, cordobés de Unquillo pero riojano desde que tiene memoria. En 2017 ingresó a su primer trabajo formal en la finca haciendo de todo, hasta que alguien vio en él algo más que dos brazos para cargar cajones o cavar pozos y le propuso pasar de la finca a la bodega: el actual gerente, Daniel Vega, riojano de Vichigasta, predica que uno de sus objetivos es que los empleados se preparen para hacerse cargo de esta bodega con la idea de sucederlo y continuar el proyecto. Lo que Lucas necesitaba era eso que tanto cuesta hallar: una oportunidad.
Con gestos, Lucas elogia los vinos que hacen aquí. Lo hace con una mirada pícara, con una sonrisa que le ocupa toda la cara y grafica la expresión trayendo a la mesa un torrontés “sin agregados de ningún tipo, torrontés dulce riojano”, lo presenta. Lo abre con un movimiento rápido y lo sirve fresco. Ahora que lo probamos sabemos por qué es una de las joyas de la bodega.
Un día después de este almuerzo-charla compartida, Martín nos mostrará los cuadros de la finca en plena tarea de poda y atada. El cuadro 10, por ejemplo, tiene 9238 plantas que ya fueron podadas y mientras caminamos por aquí vemos cómo las trabajadoras las atan, cuidadosas.
Aquí, en Pampa del Viento, se está “cocinando” lo que será la añada 2025 de Febrero Riojano y Febrero Mítico, las dos marcas emblemáticas de la Bodega de Aminga.
La estrategia del gerente de la bodega es sencilla y ambiciosa a la vez: formar el recurso humano para que sea genuino y capaz no solo de sostener la bodega, sino de aportarle las ideas que requieran los tiempos que vienen.
“Es extraordinario que en Aminga exista este lugar en el cual los lugareños tienen la posibilidad de trabajar y de crecer como personas a la vez que crecen como profesionales. Que cada uno descubra su pasión y desarrolle sus aptitudes y las aplique en el trabajo y en su vida personal para criar a sus hijos con esa misma idea. Que pidan y asuman con responsabilidad la posibilidad de estudiar y prepararse para trabajar con conocimiento de por qué hacen lo que hacen”, dirá Vega más tarde sobre una parte importante de su equipo de trabajo en el cual se apoya para seguir creyendo en La Rioja como la tierra prometida del vino.