La novela del joven Walter Lezcano alude a la tragedia de Once en un espectro temporal. Entre el diario personal, el documento y la ficción se teje una historia de amor con una escena traumática de fondo. Por Andrés Buisán.
Luces calientes, de Walter Lezcano, habla de una generación traumada: la de los jóvenes que vivieron el infierno de la discoteca Cromañón. Aunque el relato no lo menciona directamente, a partir de un espacio-tiempo la ficción alude a referencias históricas que marcan el hecho. La novela aborda los temas en común que unieron a aquellos chicos: el amor, los sueños, el rock, la birra en la esquina o en el quiosco del barrio.
Se suele decir que Cromañón marcó un antes y un después en la escena musical independiente. El hecho de que hoy en la ciudad de Buenos Aires haya cada vez menos espacios under para tocar avalan esta teoría.
La novela apunta a un intermedio entre el antes y el después de aquel hecho. No señala un principio ni un final, sino una transición marcada por desequilibrios y desencuentros constantes de una generación de jóvenes. Voces fantasmales de una época, de personajes que son víctimas, pero también buscaron la felicidad. Chicos, que a su manera, quisieron perpetuar la alegría.
El personaje central de esta historia es Martín, que se balancea entre el deseo y la frustración. Sus vínculos oscilan entre el entusiasmo febril y un desencanto apabullante. Así están marcadas su relaciones: la amorosa con Alejandra, la itinerante con sus amigos y hasta la diaria con su madre.
Es 2004, el conurbano apenas tiene tecnología y poco y nada de crecimiento económico. Calles rotas, consumos en lugares baratos, trabajos precarizados, piratería y vida errante son moneda corriente. Los vínculos personales de Martín están signados por las desigualdades sociales. Los celos, el amor, la envidia pueden ser sentimientos universales, pero no por eso dejan de cobrar características particulares en una época y lugar.
La estructura de esta novela es singular, sobre todo en la primera parte titulada “Martín y Alejandra”. Es un relato coral de este pretendido amor que asume los rasgos de un espacio-tiempo. Una gran diversidad de voces van tejiendo ese relato, alumbrando detalles, dejando ocultas situaciones, multiplicando escenas y perspectivas. En un registro entre coloquial y formal, entre inflexiones barriales y un estilo normativizado, se va reconstruyendo el amor pero también la escena traumática. Así, los que van a testimoniar lo hacen por partida doble: hablan de lo privado (la relación amorosa) y de lo público (los conflictos sociales y políticos que se intensifican con la escena traumática).
De la segunda parte diremos poco para no adelantar el fin. Conviene señalar que aunque el diario implique un género que ahonda en la intimidad, no excluye el ambiente de época que venimos marcando. Esta segunda parte es el diario de rehabilitación del protagonista, que habla sobre su trauma personal, pero que también invita a una reflexión subterránea sobre el proceso de escritura. Cómo permite exteriorizar el dolor, cómo le da forma, lo nombra de diversas maneras y por último lo expurga.
Luces calientes quiere suturar heridas aun con la imposibilidad real de cerrarlas. Así, este relato ficcional alude (y elude) a Cromañón, ya que necesita no nombrarlo para aumentar su fuerza narrativa. Mejor dicho: renombrarlo. En el relato naíf de esa superficie asoman las complejidades de una época, se manifiestan los síntomas del trauma y se debaten los sentimientos del amor y los deseos.
Luces calientes, de Walter Lezcano (Tusquets editores, 2018). 182 páginas.
Foto Portada: Agradecimiento Tusquets editores.